Es probable que Alberto Fernández haya cometido un pecado muy recurrente en la dirigencia política: haber tenido demasiada confianza en sí mismo. Haber pensado que, al aceptar ser candidato primero y obtener el cargo de presidente después, podría cumplir la promesa de quitarle de encima a Cristina Fernández sus causas judiciales, obtener su reivindicación, y pasar a la historia como el hombre que terminó con la grieta. Es posible también que haya soñado, con cierta ingenuidad, con fundar una corriente política parecida a la que lideró Raúl Alfonsín, basada en la defensa irrestricta del sistema democrático y en los valores de una República de iguales.