(Columna publicada en Diario El Cronista Comercial) El problema de fondo de Cristina Fernández y sus seguidores no es judicial. Es político. Y por qué no, también psicoanalítico.

Se empezó a gestar el día en que tanto Néstor Kirchner como su viuda se creyeron eternos y comenzaron a comportarse como semidioses. Sin importar el contexto, la realidad ni lo inexorable del paso del tiempo.

El ex presidente lo dio por sentado hasta el mismo instante en que murió. Y Cristina, en vez de aprender de semejante experiencia, empezó a creerse inmortal cuando obtuvo más del 54 por ciento de los votos, y se dispuso a "ir por todo".

Esto fue lo que pasó. Se creyeron por encima del bien y del mal. Se autoconvencieron de ser los portadores únicos de cierta superioridad moral, sin ningún tipo de antecedente que pudiera justificarlo. Y generaron a su alrededor servidores y empleados incapaces de contradecirlos, muy obsecuentes, pero, al mismo tiempo, prepotentes, despreciativos y autoritarios. Quizá el caso más rutilante sea el de Carlos El Chino Zannini.

Lo sufrí en carne propia hace muchos años, cuando tanto el "círculo rojo" de entonces como la mayoría de la sociedad suponía que la dinastía Kirchner iba a terminar gobernando por decenas de años. Fue en el café de un hotel de Viena, Austria, donde se alojaba el entonces presidente y toda su comitiva. El marco era la cumbre de países de la Unión Europea, América Latina y el Caribe. Pugnaba por concretar la nota que Kirchner me había prometido para el documental Yo Presidente y Alberto Fernández, su jefe de gabinete de entonces, con cierta culpa, ya que el fondo sabía que Néstor no iba a cumplir, me invitó a sentarme a la mesa. Estaban, además de él y Zannini, José Pampuro, en aquel momento senador nacional y Alberto Ballestrini, entonces presidente de la Cámara de Diputados. Estoy seguro que no fue mi insistencia de periodista, sino los malos modos y los dichos de Zannini los que generaron un momento tan desagradable. Porque el entonces secretario Legal y Técnico de la Presidencia, ante mis reclamos por la promesa de Kirchner de recibir en Viena al equipo de filmación, se le ocurrió poner sobre la mesa su teoría sobre el periodismo en general, y la hizo extensiva a la mayoría de los trabajadores de prensa.

Zannini afirmó sin ponerse colorado que 85% de los periodistas argentinos eran casi analfabetos o corruptos. Y que muchos de ellos se los podía considerar ambas cosas al mismo tiempo. No lo dijo con ironía ni de manera elegante. Lo hizo con toda la intención de provocar. Además, se vanaglorió de no necesitar a la prensa para comunicar lo que el gobierno pretendía que los argentinos se enteraran. "Ni siquiera me siento obligado a incluir mis decisiones en el Boletín Oficial", exageró, con la intención de bajarle todavía más el precio al oficio periodístico. Fue tan agresiva y descomedida su intervención, que Fernández tuvo que salir a aclarar que a él no le constaba que fuera ni una cosa ni la otra. Es cierto: tampoco me quedé callado. Creí necesario recordarle que también Carlos Menem, en su momento, parecía inmortal e indestructible. Y le anticipé que, en el caso de que llamara a los accionistas del medio para el que trabajaba y pidiera mi cabeza, no iba a dudar en pararme frente a la Casa Rosada, con un megáfono, con el objeto de denunciarlo a él y a quien fuera necesario.

No me voy a olvidar más de ese día, porque, en efecto, tiempo después, intentaron hacerlo. Conmigo y con decenas de periodistas como Marcelo Longobardi y Nelson Castro, para nombrar solo a un par. Y tampoco lo olvidaré porque jamás dejé de preguntarme de dónde había sacado Zannini esa idea de que formaba parte de un proyecto de gente por encima de la media, y con derecho a decir y hacer casi cualquier cosa.

Para empezar, nunca fue demasiado culto ni notablemente refinado. Para seguir, no se lo podría tampoco considerar como un dirigente político de envergadura. Pero él, igual que otros que vinieron de la Patagonia, como Julio De Vido, se creyeron especiales, de verdad. Y lo creyeron hasta el final, cuando la realidad les pegó el primer gran sopapo político.

De hecho, Cristina estaba tan convencida de que ganarían que, para controlar a Daniel Scioli, incluyó como candidato a Presidente al propio Zannini, hasta entonces su ladero más obediente hacia adentro y más dañino hacia afuera.

¿Hubieran robado tanto y de manera tan burda de haber sabido que perderían y que los mismos jueces a los que habían presionado y maltratado se darían vuelta para empezar a investigarlos, juzgarlos y condenarlos? ¿No habrían previsto, si no se hubiesen creído tan distintos, que el desprecio y el maltrato generaría un sentimiento de reparación, que podría volverse en su contra? ¿No se dieron cuenta, en ningún momento, que Claudio Bonadio, un magistrado que no responde al sistema, al que más bien se lo considera un error del sistema, podría interpretar el código penal a su antojo, y hacer lo que supone que tiene que hacer, sin importar a quien puede perjudicar?

El Presidente Mauricio Macri suele contar que una ascensorista de la Casa Rosada le confesó que, durante el segundo mandato de Cristina Fernández, le habían dado la orden de no mirar a los ojos a la jefa de Estado. Según el relato de la ascensorista, el que emitió la orden verbal fue Carlos Zannini, el mismo hombre que hace pocas horas bajó de un avión esposado, con chaleco antibalas y casco rumbo al establecimiento penitenciario de Ezeiza, acusado de traición a la Patria.

No lo escribo con alegría ni con ánimo de revancha. Es más: no estoy tan seguro que el delito que les imputa es el que corresponde para juzgar la imposición del memorándum de entendimiento con Irán. Solo lamento que la Argentina haya soportado y propiciado, durante tantos años, a personas tan engreídas y desubicadas.