(Columna publicada en Diario La Nación) El sacudón de los últimos días, que todavía no terminó, debería servir de lección para toda la dirigencia política. Sin embargo, el primero que debería tomar nota y empezar a revisar su manera de ejercer el poder es el Gobierno. El mercado, pero también los formadores de opinión que influyen en la toma de decisiones, ya le comunicó a Mauricio Macri que "el mejor equipo del mundo" no está encontrando las soluciones que el momento requiere. Que necesita un ministro de Economía capaz de presentar y llevar a cabo un plan integral. Un ministro que tenga la última palabra, antes de la del Presidente, por encima de las áreas de Hacienda, Finanzas, Energía, Transporte y Planificación.
La idea de un jefe de Gabinete con dos vicejefes encargados o auditores de varios ministerios cada uno es hasta difícil de describir. Solo sabemos que este mecanismo radial está basado en la premisa de que a Macri no le gustan los funcionarios con demasiado ego. Que prefiere un "mediocampista que transpire le camiseta" a un "Maradona, un Riquelme o un Bianchi", pero que se resista a "trabajar en equipo". A Diego Maradona, Juan Román Riquelme y Carlos Bianchi los sufrió, y de vez en cuando se vanagloria de haberlos enfrentado y de seguir vivito y coleando. A todos sus funcionarios a los que consideró demasiado pavos reales les pidió la renuncia. Alfonso Prat-Gay es el caso más emblemático. Pero a esta tendencia presidencial hay que agregarle otra que, a esta altura, también parece reiterada: nadie que no responda al credo del propio Macri; del jefe de Gabinete, Marcos Peña, y de Jaime Durán Barba dura demasiado en la mesa chica donde se toman las decisiones más importantes. Ni Emilio Monzó ni Ernesto Sanz, por citar otros dos ejemplos muy evidentes.
Lo de María Eugenia Vidal y Horacio Rodríguez Larreta es diferente. Como el origen del poder de ambos ahora no es el dedo del Presidente sino los votos de la provincia y de la ciudad, y como además tienen dos enormes distritos para administrar, gozan de cierta autonomía y hasta pueden darse el lujo de decir lo que piensan, aunque no esté en plena concordancia con lo que opina el jefe del Estado. Eso no significa que no lo sigan considerando su jefe político. Y tampoco significa que se pueda alentar la idea de que la gobernadora un buen día tomará la decisión de cortarse sola. Eso quizá nunca suceda. Se lo juró Vidal a Macri un poco antes de la confirmación de su triunfo ante Aníbal Fernández. Y todavía lo repite cada vez que alguien se lo pregunta, en confianza: "Mauricio apostó por mí cuando nadie más creía. Ese gesto tiene y tendrá mi agradecimiento eterno". Por eso Macri todavía sigue repitiendo que "Mariú y Marcos son los mejores dirigentes políticos" que conoció en su vida. Los argumentos que usa para justificarlo son la austeridad con la que viven y la vocación y dedicación que presentan para solucionar los problemas. Pero existe otra razón por la que ambos le resultan imprescindibles: su lealtad, a prueba de balas.
El caso de Monzó es bastante diferente. Macri y el presidente de la Cámara de Diputados tienen un vínculo personal inmejorable. Pero mantienen diferencias que nunca se terminaron de saldar. No solo están fundadas en la políticas de alianzas de Cambiemos, sino también en los conceptos de fortaleza y debilidad en el ejercicio del poder. Cuando Monzó insistió ante Macri en la idea de incorporar, no bien terminó de asumir la presidencia, a sectores del peronismo que estaban golpeados por la derrota a nivel nacional y en la provincia, el Presidente, por un lado, y Peña, por otro, argumentaron que, lejos de sumar, espantaría a la base del electorado de Cambiemos. Ahora, cuando falta un año y medio para las próximas elecciones presidenciales, el argumento del Presidente es que no puede hacer pacto, por ejemplo, con ningún gobernador peronista, porque eso implicaría que Cambiemos no podría presentar ningún candidato capaz de enfrentarlos y ganarles. Macri dice que eso es impracticable, porque cada potencial entendimiento en cada distrito le costaría una fuerte pelea con sus aliados radicales. Una pelea que, según el jefe del Estado, podría terminar con la coalición Cambiemos, antes de potenciar el volumen político del Gobierno.
Pero si algo tiene de bueno este momento de zozobra es que ha impactado, a mi entender para bien, en algunos sectores de la oposición y el peronismo denominado "racional". La forma en que se debatió ayer en el recinto el entendimiento para aprobar el proyecto de ley que impulsaron Marco Lavagna y Diego Bossio y el acuerdo logrado para aprobar otras leyes que le sirven al Gobierno en medio de este tembladeral demuestra que ciertos dirigentes algo han aprendido. Hombres como Sergio Massa, Miguel Ángel Pichetto y el propio Monzó coincidieron en un punto básico: si esto se desmadra, la consecuencia natural en la opinión pública será parecida a la de diciembre de 2001, cuando la consigna "que se vayan todos" sintetizó el espíritu de la época y el resentimiento generalizado contra la dirigencia política.
El extenso trabajo de investigación del sociólogo español Roberto Zapata, encargado por el Gobierno a instancias de Jaime Durán Barba, tiene números que invitan a reflexionar. Hay una caída generalizada de la imagen de casi todos los dirigentes del oficialismo, una suba casi imperceptible de la imagen e intención de voto de Cristina Kirchner y en el medio no hay más nada. O mejor dicho: hay un creciente desencanto con el Gobierno y una idea de que la oposición tampoco va a poder solucionar este desbarajuste. Por eso este sería un momento inmejorable para que Macri convoque a la oposición política y le pida ideas con voluntad de consensuar. Ese gesto, si es verdadero, no haría al oficialismo más débil, sino más fuerte y transparente. Después de todo, haber pedido dinero al Fondo Monetario Internacional de "manera preventiva" y debido a la enorme dependencia de financiamiento externo que, según Macri, tiene el Estado argentino, es un buen punto de partida para empezar a dialogar.
El otro punto de partida debería ser contar la verdad completa en el momento que corresponde y escuchar. Pero hacerlo de verdad. Ayer, Peña dijo algo que se habría entendido mejor si, desde el principio, se hubiera reconocido públicamente: que el gobierno anterior dejó como herencia una bomba de tiempo siempre a punto de explotar. Peña explicó que este gobierno se la pasó 30 meses evitando una grave crisis derivada de las decisiones de la administración de Cristina Kirchner. Sin embargo, si fue así: ¿por qué transmitieron la idea de que las cosas no estaban tan mal y que rápidamente se solucionarían? Escuchar de verdad no es decir "te lo tomo", darse vuelta y seguir con una idea fija y blindada. Escuchar de verdad es prestarle atención durante el tiempo que sea necesario a un intendente del conurbano, no importa el partido político ni el preconcepto que se tenga sobre él. Uno de ellos, que pertenece a Cambiemos, ya les venía advirtiendo, antes de noviembre del año pasado, que si paraban algunas obras públicas de algunos barrios para presentar el presupuesto con menos rojo, los números les iban a cerrar, pero generarían un doble prejuicio entre los votantes. Uno, el del desencanto ante la "postergación" de una promesa. El otro: el de la carencia de trabajos y changas entre los propios vecinos de la zona, a los que se les había encargado la labor.
El intendente tiene su presupuesto equilibrado, pero no le gustó que la superestructura del Gobierno estuviera "tan pendiente de la macro" y "tan desentendida de la micro". Ahora, lo volvieron a llamar para preguntarle cómo podían reparar el error. Es de esperar que sigan por ese camino.