En menos de una semana, Néstor Kirchner se ha transformado en un mito político, y le ha ofrendado a su viuda, Cristina Fernández, la posibilidad de volver a ser candidata y también de ganar las elecciones presidenciales del año que viene. Es imposible afirmar hoy si podrá lograrlo, pero nadie puede negar que contará, por lo menos hasta fin de año, con la materia prima indispensable para llegar: la apología general de la figura de su compañero y la imposibilidad de la oposición de ejercer el antikirchnerismo directo y constante que hacía crecer a sus representantes en las encuestas.
La situación de la Presidenta es hoy igual o mejor que cuando asumió, en diciembre de 2007. En aquel escenario, ella tenía una imagen positiva de más del 60 por ciento, y la expectativa de la sociedad era que viniera a completar, con mejores modos, la tarea que había iniciado su antecesor con un hacha en la mano, y a partir de la confrontación. El entonces jefe de Gabinete, Alberto Fernández, la había pensado como la encarnación de la nueva transparencia y el respeto a las instituciones. A los pocos días, quedó demostrado que ella era todavía más confrontativa que su esposo, cuando acusó a la Agencia de Inteligencia de los Estados Unidos de montar una operación en su contra a partir del caso de la valija llena de dólares que intentó ingresar a la Argentina Antonini Wilson.
A partir de ese momento, Kirchner empezó a buscar su lugar en el mundo y terminó haciendo varias cosas a la vez. Lejos de integrar el café literario que había anunciado antes de finalizar su mandato, manejó los grandes asuntos de gobierno desde las sombras, se transformó en custodio del Partido Justicialista para evitar que le recorte su poder de decisión y supervisó hasta los mínimos detalles de la caja para mantener disciplinado a los intendentes, gobernadores, legisladores, medios y periodistas, con un nivel de concentración en las decisiones que lo terminó matando.
Sin Kirchner, la vida de la oposición será más difícil. ¿Pero cómo será la vida de Cristina Fernández? Parece ingenuo suponer que cambiará su temperamento de la noche a la mañana. Que se volverá más conciliadora, menos "ideológica" y que abandonará, como si no hubiese pasado nada, la guerra contra los "poderes concentrados" que inyectaron de mística combativa a los miles de militantes que fueron a despedir al nuevo mito político. En la única entrevista que concedió después de la derrota de las elecciones legislativas de junio de 2009 y antes de su muerte, Kirchner confesó lo que hasta entonces muy pocos suponían: que era Cristina, y no Néstor, quien había empujado más para romper con El Grupo y declararle la guerra sin cuartel.
También es oportuno recordar, ahora que la muerte de su padre lo ha sacado a la fuerza y de improviso de su bajo perfil, qué características tuvo la única declaración pública que se le conoce a Máximo Kirchner. Fue durante el día más nefasto para la familia después del vivido con la muerte del propio ex presidente. Sucedió una madrugada de julio de 2008, cuando el vicepresidente Julio Cobos sentenció “mi voto no es positivo” para ponerle límites a la suba de retenciones móviles a las exportaciones de soja. Casi al mismo tiempo moría Oscar Cacho Vázquez, el mejor amigo de Néstor, con quien había compartido desde la escuela primaria hasta la gestión en la presidencia de la Nación. Entonces Máximo le dedicó a Cacho unas líneas, que fueron publicadas por la Opinión Austral y que empezaban así: “Cuando pensé que el 17 de julio lo iba a recordar como El Día de la Traición, horas más tarde te fuiste...”
Cristina Fernández de Kirchner y su hijo, Máximo Kirchner, son tan radicales como Néstor, pero sin el pragmatismo que impone el ejercicio cotidiano del poder. Ambos desprecian al jefe de la CGT, Hugo Moyano, y probablemente Kirchner también. Sólo que el ex presidente no lo enfrentaba porque le temía y porque lo usaba. Para empezar a comprender lo que se viene, es necesario recordar que fueron la Presidenta y su hijo los que tomaron la decisión de pedirles a Eduardo Duhalde y Julio Cobos que no asistieran al velatorio de su adversario, con la excusa de que no podrían controlar las muestras de rechazo. Los encargados de avisar fueron el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández y el secretario general de la Presidencia, Oscar Parrilli. Fernández llamó a quienes conoce más. Parrilli lo hizo, por ejemplo, con la diputada nacional Gabriela Michetti, y el argumento fue el mismo: “Es para evitar cualquier situación desagradable”.
También fueron la madre y el hijo, junto con el secretario Legal y Técnico de la Presidencia, Carlos Zannini, los que decidieron velar a Kirchner en la Casa de Gobierno y no en el Congreso de la Nación y también que su despedida se realizara a cajón cerrado. Todavía nadie pudo confirmar si fue por un golpe en la cara que habría recibido después de la caída luego del primer infarto o porque Cristina Fernández pretendió que la última imagen de Kirchner no fuera esa, sino la del militante activo.
Quizá no sea tan importante saberlo.
Sí parece importante comprender que el temperamento de las personas que ejercen el poder siempre resulta determinante, más allá de la expresión de deseos del otro. Queda claro que Kirchner se murió por su manera de vivir la política, más allá de los pedidos de sus médicos, de su esposa y de toda la gente que lo quiso bien. Es decir: murió en su ley, y no hubo manera de domesticarlo. Suponer que a partir del lunes la jefa de Estado se transformará en otra persona y convocará a la oposición, firmará una tregua con Clarín y empezará a dar conferencias de prensa y entrevistas no condicionadas a los periodistas que antes agredía es una bonita expresión de deseos, pero no es algo que forme parte de su naturaleza.
¿Los números de las primeras encuestas podrán modificar su ADN?
Con su muerte, Kirchner le ofrendó su último gran tributo e inclinó el tablero a su favor. Ahora le toca mover a La Reina.
Publicado en El Cronista