(columna presentada en Radio Berlín y publicada en Infobae) Además de competir por el lugar principal en la tapa de los portales y los diarios, los cuadernos de la corrupción K y el nuevo acuerdo con el FMI -que incluye un sistema para reducir la volatilidad del mercado cambiario- tienen en común algo más importante: constituyen la última oportunidad para hacer de la Argentina un país normal.
Un país normal no es el paraíso ni Disneylandia. Es uno con una inflación anual que no llega a los dos dígitos y niveles de corrupción más o menos aceptables. O mejor dicho: casos de corrupción más o menos emblemáticos que terminan con sus responsables en la cárcel, sin importar que sean parientes de los presidentes o familiares directos del rey.
Los países normales tienen reglas básicas y más o menos sencillas para problemas enormes por su dimensión y por su complejidad. Sería impensable, en cualquier país normal, que mientras están presos por corrupción, desde el ex vicepresidente hasta el contador de la ex presidente, ella, sospechada de liderar la asociación ilícita que tiene a la mayoría de sus integrantes detenidos, siga libre, y levantando el dedo y dando recetas de política económica, mientras todos los días se revela un escándalo criminal nuevo.
Quiero decir: es ilógico, fuera de todo sentido común. Pero esta es hoy "la Patria" que tenemos. Igual que parece extraordinario que, a pesar de las profundas crisis económicas que la Argentina sufre cada tantos años, se vuelva siempre al mismo lugar, como si fuera una enfermedad crónica imposible de erradicar.
En los países normales del mundo real los sindicatos, organizaciones sociales y políticas que pelean por sus derechos no hacen paros cada cinco minutos, ni usan las ocupaciones y la toma de edificios públicos como la primera medida para lograr su cometido. Eso lo hacen recién cuando se agotan una serie de instancias previas, y de manera excepcional. Tampoco existe un cronograma de medidas de fuerza cuya modalidad consiste en ocupar la plaza ubicada enfrente de la casa de gobierno y la avenida céntrica con más tráfico, en la hora pico, de lunes a viernes, lo que enloquece no a los más ricos sino a los trabajadores y a los choferes de los transportes públicos, junto a los pasajeros que nunca llegan a destino a la hora que pretenden. Eso sucede cada tanto, y para llamar la atención ante un suceso extraordinario.
En los países normales, los estados combaten la pobreza con políticas orientadas a generar puestos de trabajo genuinos en el sector privado, y no usando el empleo público como un seguro de desempleo, o los planes sociales de emergencia como un instrumento permanente para captar el voto clientelar. Pero en la Argentina desquiciada de los últimos años, el neopopulismo kirchnerista ha convencido a más de la mitad de los argentinos de que estas políticas berretas forman parte de la ampliación de derechos. Lo que traducido a la vida real significa: los que pertenecemos al sector privado y no dependemos del Estado cada vez debemos trabajar más para mantener al resto. Al mismo tiempo, cada vez somos menos para sostener un sistema al que cada día ingresan más habitantes. Y como si esto fuera poco: el hecho de que esta realidad insostenible se prolongue en el tiempo hace, a este problema crónico, un asunto más difícil de solucionar.
La locura imperante tiene su expresión ideológica, cultural y psicológica, que, por cierto, atrasa por lo menos un cuarto de siglo. Así, un dirigente sindical, estudiantil o político se arroga, sin el más mínimo sustento, la representación del pueblo, y empieza a insultar a cualquier autoridad, en los horarios centrales de los programas de noticias.
La contracara de todo este delirio no es un gobierno fuerte y decidido, que acierta en sus políticas y las lleva adelante con convicción. Son, por el contrario, pequeños grandes gestos de ciudadanos hartos de tanta anormalidad. Ciudadanos de a pie que reivindican su derecho de ir a trabajar frente a un paro convocado por sindicalistas millonarios que se reeligen a sí mismos desde hace veinte o treinta años.
Fiscales y jueces que un día se despiertan y se dan cuenta de que si no hacen lo que tienen que hacer, la realidad se los va a llevar puestos a ellos también. No como señores de prestigio sino como cómplices del sistema de corrupción imperante. Funcionarios de gobierno y dirigentes de la oposición que están empezando a comprender que ahora sí, estamos ante la última oportunidad de empezar a construir un país normal. Un país que será disfrutado dentro de muchos años, mientras se arregla este desbarajuste político, económico y social, pero sobre todo cultural.