(Columna presentada en Radio Berlín y publicada en Infobae) La seguridad del presidente de un país no es una cuestión personal, ni depende del gusto de cada jefe de Estado. Sería bueno que Mauricio Macri se terminara de convencer, y que los responsables de su seguridad lo convencieran de que no tiene muchas alternativas.
La irrupción de cinco "niños bien" que ingresaron a la quinta familiar fue solo el último de los sucesos que pusieron en jaque la seguridad del jefe de Estado. A Macri le ha pasado de todo. Incluso, en una de sus habituales recorridas por Córdoba, una de las provincias donde lo votaron más, una mujer se le abalanzó y le empezó a golpear el pecho con los dos brazos. Los custodios, demasiado lejos, llegaron a pensar que lo estaban apuñalando, pero el episodio no pasó a mayores.
Tampoco fue algo agradable lo que le pasó en Tandil, donde todavía vive su madre, y uno de sus lugares en el mundo. La andanada de piedras que recibió la camioneta donde viajaba no le pegó en la cabeza por una cuestión de segundos.
En la mesa chica del Gobierno, donde se discuten este tipo de cuestiones, hay opiniones para todos los gustos. Una, la más política, afirma que no hay que dejarse correr por los violentos. Y ponen como ejemplo una de las últimas proclamas de Hebe de Bonafini, quien llamó a perseguir a los partidarios del gobierno para obligarlos a agachar la cabeza e impedir que salgan a la calle.
El mismo Presidente y la gobernadora de la provincia, María Eugenia Vidal, son los primeros que aducen que lo último que se debe hacer es impedir el contacto con la gente. "Es la manera más rápida de aislarte de los problemas reales de todos los días", opina Vidal.
Las razones de Macri, además de políticas, son personales. El jefe de Estado se prometió a si mismo pelear contra la locura que contiene el ejercicio del poder, e intentar que su investidura le cambie lo menos posible la manera de vivir.
El paso de jefe de gobierno de la Ciudad a presidente de la nación fue, según sus propias palabras "una catástrofe". No solo perdió la poca intimidad que le quedaba. También muchas horas de sueño y cuestiones que él considera como los "mejores momentos de la vida". Uno de esos era jugar todos los años al golf, en Mar del Plata, con el grupo de amigos de siempre. Otro era irse, por unas horas, a cualquier lugar de la Argentina y del mundo, para recargar pilas, sin que nadie lo molestara por un buen tiempo.
Pero lo que debería asimilar Macri a esta altura del partido es que no se puede ser Presidente por unas horas y un simple mortal el resto del tiempo.
En los países más o menos serios, los jefes de Estado no pasan los fines de semana donde se les antoja, sino donde estipula el protocolo. Para colmo, Los Abrojos, ese conjunto de casas-quinta familiar donde suelen descansar no solo Macri sino también dos de sus hermanos varones, no es un lugar muy apto para implementar sistemas de seguridad. Al jefe de Estado tampoco parece inquietarlo demasiado. Quienes estuvieron allí suelen relatar que ingresar hasta la casa del ingeniero es "demasiado sencillo".
Incluso más de una vez sucedió que el visitante se encontró en el medio del living solo, esperando que salieran los dueños de casa, hasta que se percató que el Presidente estaba dormitando, probablemente una breve siesta, con un libro en la mano y la pantalla de la tele prendida, mientras transcurría una serie de Netflix. Una escena demasiado normal y relajada para el nivel de locura y violencia que existe en la República Argentina.