(Columna presentada en Radio Berlín y publicada en Infobae) En el mundo del fútbol argentino hay unas cuantas verdades que no se discuten. Una: todos los clubes tienen barras bravas. Todos. Dos: no se puede administrar un club de fútbol sin un acuerdo o un pacto con las barras bravas. Tres: el único presidente de un club de fútbol que intentó enfrentarlos, Javier Cantero, se fue de Independiente por la ventana, con su familia amenazada y su buen nombre embarrado y puesta en duda toda su decisión.

Vayamos un poco más a fondo. Por ejemplo, el sindicalista con más poder en la Argentina, Hugo Moyano, intentó desbancar al jefe de la barra brava de Independiente, Bebote Álvarez, pero terminó enredado en su propia tela araña. Es decir: primero compartió los negocios, después trató de desplazar a Bebote y, una vez que lo hizo, acaparó todos los emprendimientos ilegales alrededor del club. Y no solo eso: además intentó imponer su propia barra brava.

El problema es que Bebote, una vez privado de su libertad, denunció los manejos irregulares, y ahora tanto Hugo como Pablo Moyano podrían ir a parar también a la cárcel.

El cuentito de Bebote y los Moyano es muy útil para responder por qué tienen tanto poder las barras bravas argentinas. Y la respuesta puede ser presentada como una secuencia no tan complicada.

Primero: los clubes de fútbol son organizaciones con las que se pueden hacer grandes negocios. El más redituable es la compra y la venta de jugadores. Pero hay otros, alrededor de los partidos, que no parecen nada despreciables. Desde los tours ofrecidos a turistas pasando por la venta de entradas, el estacionamiento y la oferta gastronómica. De hecho, la mayoría de los clubes de fútbol están quebrados, y muchos de sus dirigentes se volvieron millonarios.

Segundo: una de las condiciones para que los oficialismos de los clubes sigan en el poder es contar con el apoyo de la barra. Con la barra en contra, la organización podría llegar a resentirse. ¿Cómo? Hostigando al equipo y su técnico dentro y fuera de la cancha. También amenazando a la familia del equipo y de los dirigentes también. La ecuación es bastante clara: cuando el equipo pierde, los dirigentes son desplazados por los socios en la próxima elección.

Tercero: después de tantos años de vigencia, los jefes de las barras bravas entendieron la dinámica del poder. Para decirlo de otra manera, tardaron muy poco en darse cuenta de que su capacidad de extorsión podría ser expandida y ampliada. Entonces se ofrecieron y fueron tomados como grupos de choque de facciones políticas y pidieron y obtuvieron cargos en municipalidades, gobernaciones, el Poder Ejecutivo, el Poder legislativo y casi todo el sistema político.

Ya lo dijo Rafael Di Zeo, ex jefe de la barra brava de Boca que hoy sigue yendo a la cancha sin poder formal pero con los contactos de siempre. Cuando le preguntaron de dónde emanaba su capacidad de daño, él respondió: "Es que tengo el teléfono de algunos poderosos". Chocolate por la noticia: las comisiones directivas de los clubes están repletas de nombres y apellidos de poderosos. Empresarios. Políticos. Sindicalistas. Fiscales. Jueces. Banqueros. Personas, en general, que usan a los clubes para saciar sus ambiciones políticas, y no por una cuestión altruista.

Ese maridaje, esa promiscuidad entre los negocios alrededor del deporte más popular del mundo y la proyección y visibilidad que ofrece administrar un club de fútbol, combinado con el poder de la tribuna, convertida en barra brava, es lo que explica, entre otras cosas, por qué todavía no se sabe si habrá final entre River y Boca, en dónde y bajo qué condiciones.

Pero el dato más importante es cultural: por qué el modo barra brava, desde la manera de hablar, de apoyar, de festejar y hasta de analizar el juego está contaminado casi por completo por la violencia que dieron origen a estas organizaciones ilegales. Y la mayoría de los hinchas lo adoptaron, con una naturalidad pasmosa.