(Columna presentada en Radio Berlín y publicada en Infobae) Los que diagraman la campaña electoral de Cambiemos elucubran una idea voluntarista: intentar gobernar el último año, es decir, 2019, como si fuera el primer año del segundo mandato.

Es una construcción derivada de otra premisa, que no tiene demasiado rigor científico, pero cada tanto repite Jaime Durán Barba: que siempre los segundos turnos de Mauricio Macri fueron mejores que los primeros. El problema que tiene el oficialismo es que no cuenta con el consenso parlamentario para hacerlo. La postergación de la aprobación de la ley antibarras para el año que viene es un ejemplo claro de esa impotencia.

La propia idea contiene una discusión de fondo, entre Macri, Marcos Peña y Jaime Durán Barba, por un lado, y el ala política de Cambiemos, representada, entre otros, por Rogelio Frigerio, Emilio Monzó y Nicolás Massot, por el otro.

Los primeros siguen sosteniendo que para ganar las elecciones del año que viene, Cambiemos no se tiene que abrir a ningún acuerdo que incluya a dirigentes peronistas. Ni siquiera hacia figuras que no presentarían tanta resistencia en el núcleo duro de los votantes de Macri, como el gobernador de Salta, Juan Manuel Urtubey. El argumento central es que son piantavotos y que impactaría en la base electoral de la coalición.

Los segundos, a quienes habría que sumar a la gobernadora María Eugenia Vidal y el jefe de gobierno de la Ciudad, Horacio Rodríguez Larreta, creen que para asegurar la victoria en 2019 e iniciar un segundo mandato de reformas estructurales, el gobierno necesita sumar volumen político. Volumen político, en el idioma de Monzó y Massot, implica abrir el gobierno nacional y todos los demás gobiernos provinciales y municipales del país en poder de Cambiemos a dirigentes peronistas y radicales que compartan un mínimo denominador común de gestión. Desde Urtubey hasta Miguel Lifschitz. Desde Martín Lousteau hasta el propio Sergio Massa. Desde Miguel Ángel Pichetto a Margarita Stolbizer. Es decir: una liga de notables capaces de sumar consenso para ponerse de acuerdo en no más de cinco grandes cuestiones de Estado.

Pero Macri, cada vez que le proponen semejante movida, plantea una realidad más práctica y tangible: dice que le encantaría, pero que sus socios radicales de Cambiemos ante la mínima señal de seducción hacia un dirigente peronista o que no forme parte de la coalición, amagan con romper. Y que eso pasa en todos los distritos. En Tucumán pero también en Córdoba. En la Mesopotamia y en la Patagonia.

Si fuera por el Presidente, dicen muy cerca de él, ya habría impulsado e intentado aprobar las dos leyes estructurales que cambiarían la economía de la Argentina: una reforma laboral y otra reforma previsional.

Macri afirma que toda la dirigencia política, más allá de lo que dice, sabe que con los convenios de trabajo vigentes y con la bola de nieve del gasto que representa el sistema jubilatorio tal como está organizado, ningún gobierno, sin importar el color político, puede sacar a la Argentina del estancamiento y la pobreza.

Durán Barba le agrega otra idea inquietante a este razonamiento: sugiere que Monzó no fue tan bueno como parece en lograr consensos para aprobar las leyes que necesitaba el Poder Ejecutivo para gobernar. Habrá más informaciones para este boletín.