(Columna publicada en Diario La Nación) No es que está "deshojando la margarita". O que va a esperar hasta último momento porque duda. Tampoco necesita chequear más encuestas. Ni siquiera se debe estar planteando elegir a dedo a nadie que no sea ella misma. Cristina Fernández de Kirchner será candidata a presidenta porque no tiene más remedio. Lo será por obligación, no por opción. Porque la realidad política lo determina, y no sus ganas o su deseo. Lo será porque es la única jugada posible para mantener su poder de fuego. La única alternativa para alejar el fantasma de la cárcel , con el consabido recurso de tirar la pelota hacia adelante. Para evitar que los encarcelen a ella y a sus hijos, Máximo y Florencia Kirchner , todos involucrados en causas de corrupción.

Que su candidatura aparezca como una alternativa a confirmar le podrá servir para ganar algo de tiempo. Quizá también para mantener entretenidos a los dirigentes peronistas que aguardan, impacientes, su decisión: desde Felipe Solá hasta Sergio Massa ; desde Miguel Ángel Pichetto o Juan Manuel Urtubey hasta Daniel Scioli . Pero hay una razón más poderosa que cualquier otra para explicar su inevitable postulación: si no compite, se debilita, se diluye, se desintegra. Y no solo eso. Si no se presenta, activará, de inmediato, un mecanismo invisible para que la mayoría de fiscales y jueces que tramitan causas en su contra aprieten el acelerador y la acerquen todavía más a una condena segura.

No presentarse es invitar a los dirigentes peronistas que la ven no como una aliada sino como una adversaria a darle el último empujón. Es cavarse su propia fosa. Pero si Cristina se levantara esta mañana con el deseo de renunciar a su candidatura presidencial y solo honrar su mandato como senadora nacional hasta 2023, cuando alcance los 70 años de vida, debería soportar una fortísima presión. Una presión disfrazada de operativo clamor, pero que solo se justifica por la ambición ajena. La presión de su hijo Máximo y de toda La Cámpora para integrar la lista de candidatos a diputados y senadores nacionales y provinciales. La presión de los intendentes peronistas del conurbano que necesitan ir colgados de su boleta para sobrevivir. En suma: la presión miles de dirigentes que dependen de su intención de voto para la continuidad de sus respectivas carreras políticas.

Uno de esos dirigentes, que se jacta de conocerla casi tanto como Néstor y que formó parte del gabinete de ambos, suele vaticinar que Cristina no solo se presentará, sino que además ganará, porque jamás ha sido derrotada en una elección presidencial. Ese pensamiento mágico será muy útil para insuflar mística a la tropa, pero no se condice con la sucesión de derrotas que viene soportando. Desde la de octubre de 2015, cuando su dedo llevó al fracaso la fórmula compuesta por Daniel Scioli y Carlos Zannini, hasta la que tuvo a ella misma como primera candidata a senadora en las legislativas de 2017, en las que fue doblegada por Esteban Bullrich, de Cambiemos. Eso, sin mencionar su fallida apuesta a favor de Aníbal Fernández para competir contra María Eugenia Vidal
en la provincia de Buenos Aires.

Pero si a algún dirigente del denominado peronismo alternativo todavía le queda la tenue esperanza de que Cristina pueda declinar su postulación para permitir que un candidato como Massa, Pichetto, Urtubey o Schiaretti llegue a la segunda vuelta y consiga ganarle a Macri , es hora de que vaya pensando en otra solución. Primero, porque el renunciamiento implicaría un pacto de impunidad para que Cristina no vaya presa, y eso es algo que ninguno está en condiciones de garantizar. Segundo, porque en el ADN del peronismo está marcada a fuego la traición. Es decir: el elemento imprescindible para cambiar a un líder por otro. Y en tercer lugar, porque la mayoría de los que ahora forman parte del peronismo no kirchnerista han criticado fuertemente a Néstor y Cristina por los mismos hechos de corrupción que ahora casi no recuerdan.

La exjefa del Estado, en cambio, tiene muy buena memoria: podrá activar el modo electoral y recibir con los brazos abiertos a Felipe Solá y Alberto Fernández; podrá instruir a su hijo para que busque una línea de diálogo con el Frente Renovador, encabezado por Massa; podrá incluso habilitar a su mesa chica para que hable con periodistas a los que ella jamás les atendió el teléfono. Pero en el fondo sabe que los que hoy la reivindican, si pudieran, la sacarían de la cancha en un santiamén. Claro: lo mismo que pronto hará ella con los que hoy le vuelven a sonreír.

Los que alientan la candidatura de Cristina y al mismo tiempo les piden a Massa, Pichetto, Urtubey y Schiaretti que compitan junto a ella en una gran PASO para superar la actual fragmentación afirman que ningún dirigente del peronismo alternativo le podría ganar a Macri ni en primera ni en segunda vuelta. Argumentan que los estrategas electorales de Cambiemos transformarían a cualquier candidato que no sea Cristina en un muletto de la oposición, sin una identificación nítida que le permita superar al oficialismo. En el fondo, están expresando un estado de ánimo que se viene proyectando desde principios de 2018, cuando el descontento y la decepción con el Gobierno comenzaron a crecer.

Es un escenario casi inamovible. Revela que poco más del 30% del padrón votaría en octubre a Macri pasara lo que pasara; que otro 30% lo haría por Cristina, aunque permaneciera casi toda la campaña en el banquillo de los acusados de los tribunales orales, y que otro poco más del 30% no votaría, en primera vuelta, por ninguno de los dos, aunque todavía no los convence demasiado ningún candidato del peronismo alternativo.

Hay un solo hecho que podría dislocar todos los supuestos, cuando falta un año para la elección presidencial. Un solo cisne negro que haría cambiar de opinión a una buena parte del electorado. No es ni el aumento de tarifas que acaban de anunciar, ni la recesión galopante que no termina de ceder, ni la inflación que viene bajando con lentitud, ni el impacto de la crisis económica en los puestos de trabajo y los índices de pobreza, que por cierto continúan. Es la posibilidad de una nueva corrida cambiaria que arrastre otra megadevaluación y deje a los argentinos todavía más pobres que antes de la última. Una tormenta tanto o más fuerte que la última, que nos deje a todos patas arriba, sin brújula ni timón.

Hasta ahora el Gobierno se ha mostrado, después de sucesivos errores y metidas de pata, como un aceptable piloto de tormentas. Sus altos funcionarios, incluido el Presidente, parecen haber aprendido la lección y ya no hacen más pronósticos. Durante la última sesión de psicoanálisis de 2018, Macri eligió quedarse, frente a su terapeuta, con la mitad del vaso lleno. Estaba agotado. Sobrepasado por lo que ahora define como "el peor puesto de trabajo que puede haber en el mundo". Pero también parecía aliviado, después de haber pasado un diciembre en paz, sin grandes hechos de violencia ni saqueos ni corridas.

El jefe del Estado tiene una obsesión: ser el primer presidente no peronista capaz de terminar su mandato después de Marcelo T. de Alvear, en 1928. Y aunque no lo dice en público, también cree que Cristina no tiene otro remedio que competir, mano a mano, contra él. "Es el único modo que tiene de seguir manteniendo la centralidad, aunque pierda -razonan quienes piensan igual que el Presidente-. No somos nosotros quienes no tenemos plan B. Son ellos quienes no lo tienen".