(Columna publicada en Diario El Cronista) Tregua significa suspensión o pausa en una lucha, una guerra o una competencia. Parece que el presidente Mauricio Macri y el candidato a Presidente por el Frente de Todos Alberto Fernández, comprendieron que lo mejor que pueden hacer es darse una. Aunque por ahora sea virtual.
Al fin de cuentas,si se lo ve en perspectiva, a ninguno de los dos le conviene que el dólar se dispare cada día más, que la inflación termine en una híper, y que la moneda argentina pierda su valor hasta convertirse en papel pintado. "Soy el piloto de un avión que sigue volando en el medio de fuertes turbulencias a 10 mil metros de altura. Mi prioridad es aterrizarlo con todos los pasajeros y la tripulación sanos y salvos", dijo el Presidente a su círculo íntimo en las últimas horas.
Eso no significa que dejará de ser candidato o que abandonará la competencia electoral. Significa, por ejemplo, que pretende que Alberto Fernández se haga cargo de su "responsabilidad simbólica y tranquilice a los mercados".
¿Cómo cree que los podría tranquilizar?, le preguntaron. "Diciendo exactamente qué va a hacer y de dónde va a sacar la plata para hacerlo",respondió el Jefe de Estado. Fernández, por su parte, entiende que aunque cogobernar no es su responsabilidad, si la economía se deteriora todavía más, el comienzo de su mandato va a ser muy traumático. Es más: todos los días se levanta pensando en lo desastrosa que resultó la transición entre Raúl Alfonsín y Carlos Menem.
La debería recordar con mucha precisión, porque Alberto trabajó con Juan Sourrouille, hasta que el ministro de Economía tuvo que renunciar por la jugada de diferenciación que hizo el candidato a presidente de la Unión Cívica Radical, el entonces gobernador de Córdoba Eduardo Angeloz.
Lo cierto es que la crisis de confianza provocó la primera hiperinflación en julio de 1989, justo cuando Alfonsín estaba por entregar el gobierno de manera anticipada. Y su sucesor, Carlos Menem, atravesó otra en 1990, y tardó más de dos años en estabilizar las principales variables económicas del país, con la convertibilidad del ministro Domingo Cavallo.
Las consecuencias de esas dos hiperinflaciones todavía perduran en el dañado tejido social de la Argentina. La primera provocó una multiplicación exponencial del consumo de ansiolíticos y antidepresivos. Un nivel de consumo que no bajó más, y que cada año va aumentando de manera paulatina.
Por supuesto, si se comparan esos años con la foto de hoy, todavía hay más diferencias que similitudes. En 1989 el Banco Central se había quedado sin reservas. Hoy habría cerca de u$s 20.000 millones que todavía se podrían usar, en caso de ser necesario.
Las condiciones estructurales de la macroeconomía argentina no son catastróficas. El déficit se venía controlando. La inflación iba hacia la baja hasta el lunes negro del 12 de agosto pasado. El nivel de las exportaciones estaba en franco aumento. Y el dinero que se volcó para financiar los dos últimos paquetes de medidas no es desequilibrante, en términos del PBI.
Tampoco parece tan difícil ni impagable la deuda que vence el año que viene. Todavía falta determinar el daño concreto que provocará en el bolsillo de los argentinos la última devaluación, y las consecuencias en el empleo, la actividad económica y los índices de pobreza.
Pero no hay duda de que Macri no es Alfonsín ni Alberto Fernández es Menem. El Presidente, porque después del cimbronazo de la paliza electoral que recibió, se recompuso y pareció entender que si echaba más leña el fuego el principal quemado será él. Y Alberto, porque después de unas cuantas declaraciones políticas y económicas infelices e inconvenientes, que espantaron al mercado, comprendió finalmente que también viaja en el mismo avión
escorado que el jefe de Estado pretende aterrizar con el menor daño posible.
Pero Macri y Fernández tienen un problema que deben enfrentar cuánto antes: el inicio de una campaña electoral que podría volver a dañar seriamente la confianza de los mercados, más allá de cualquier resultado. Para anticiparse deberían ponerse de acuerdo en los límites que ninguno de los dos deberían pasar. De otra forma, el fantasma de la hiperinflación se podría transformar en otra profecía autocumplida.