(Columna publicada en Diario La Nación) A Eduardo Duhalde le atribuyen haber perdido el denominado “freno inhibitorio”. En especial, cuando hace declaraciones públicas. Alejado del día a día, el ex presidente se autopercibe “más allá del bien y del mal”. Por eso se da el lujo, en éste presente de incertidumbre, de jugar con los peores fantasmas. De hecho, hace un par de días, sin ponerse colorado, sin repetir y sin soplar, lanzó por radio, la siguiente admonición: “Si Cristina y Alberto se pelean, se acabó. Esto termina mal”. ¿En que estaba pensando Duhalde cuando planteó semejante escenario de catástrofe? ¿Sabe algo que el resto de los mortales ignoramos?
¿Se empezó a incubar una disputa temprana entre la vicepresidenta electa y Alberto, a quien ungió, por encima de ella misma, en lo que muchos califican como la jugada política más inesperada, sorprendente y exitosa que permitió al Frente de Todos alcanzar la victoria electoral? ¿Podrían llegar a pelearse ahora, y hacer explotar el Frente de Todos por los aires? Se lo pregunté al Presidente electo. Me dijo: “Nos quieren hacer pelear. Pero no lo van a lograr. Quieren hacer aparecer a Cristina como Maléfica, y a mí como un títere. A ella como la dueña del veto, y a mí como alguien sin poder de decisión. Pero no lo van a lograr. Porque yo no me voy a pelear nunca más con Cristina. Nun-ca más”. Casi lo mismo repite el designado Presidente de la Cámara de Diputados, Sergio Massa: “Quieren hacer pelear a Cristina con Alberto y conmigo. Me quieren hacer pelear con Alberto. Hay gente muy poderosa que está trabajando para romper la unidad del peronismo”.
¿Es correcto semejante diagnóstico? ¿Hay una fuerza oculta tratando de enfrentar a los distintos sectores de la alianza que acaba de ganar cuando todavía no asumió? Quizá lo más lógico sea afirmar que desde las PASO hasta ahora, Cristina volvió recargada, dispuesta a tirar de la cuerda hasta el límite de la ruptura y que, al mismo tiempo, Alberto Fernández y Sergio Massa optaron por cristinizarse, poniendo por encima de sus propios pensamientos y valores la denominada “ética de la responsabilidad”.
Alberto Fernández, el martes, envió una advertencia temprana al peronismo: si logran dividirnos “puede salir otro Macri”, los asustó. Massa aún no lo dijo en público, pero lo que piensa es algo todavía peor. “Si esto sale mal, que vuelva Juntos por el Cambio sería el menor de los problemas. Porque lo que podría venir es un nuevo que se vayan todos.” ¿Es por eso que Alberto consideró una “maravillosa pieza de defensa” a la prepotencia y ostentación de poder que exhibió Cristina ante los magistrados que la deben juzgar? ¿Fue para evitar un problemón antes de tiempo, que Fernández asumió la defensa política y de apariencia legal de Cristina, forzando algunos argumentos que no mencionó ni utilizó antes de su acuerdo para transformarse en candidato a Presidente? ¿Es porque no quiere que se rompa nada ahora que pasó de la “cero injerencia” en el gabinete a un “gabinete no copado” por gente de absoluta confianza de Cristina?
El Presidente electo todavía debe guardar en la memoria la espantosa madrugada del día en que Julio Cobos dijo “mi voto no es positivo” y desencadenó la furia incontenible de Néstor Kirchner, quien se mantuvo toda la noche despierto y gritó una y mil veces su deseo de que Cristina renunciara a la presidencia y le tirara “el gobierno por la cabeza” a Cobos, a Duhalde, al campo y a todos los sectores políticos que se opusieron al aumento de las retenciones. Fernández no solo se había opuesto a la caracterización de oligarquía que Néstor endilgaba a los productores del campo y a la definición de piquetes de la abundancia con la que Cristina había atacado los cortes de ruta. El entonces jefe de gabinete, además, durante esa noche interminable y el día siguiente, tuvo que llamar a Lula para que el entonces presidente de Brasil convenciera a Néstor que cuando un gobierno pierde con la aprobación o el rechazo de una ley, no es el fin del mundo. Si la memoria de Alberto Fernández no lo traiciona, convencer a Néstor y a Cristina de que no abandonaran la administración fue el último gran acto de servicio que les prestó, antes de su propia renuncia.
Alberto se fue en julio de 2008. A partir de ese día él, Néstor, Máximo y Cristina se pelearon. Estuvieron sin hablarse durante casi diez años. Recién el sábado 18 de mayo de éste año millones de argentinos se enteraron que se habían amigado cuando Cristina anunció, a través de un video, que ella lo había designado candidato a Presidente de la Nación, y se reservaba para ella la vicepresidencia. Hubo siempre, en el vínculo entre Néstor, Cristina, Maximo y Alberto, una mezcla de cuestiones personales y familiares con asuntos políticos de altísima relevancia.
Cuando el matrimonio decidió exponer a Alberto como un lobista de YPF en el programa neofascista 6,7,8, la justificación para hacerlo fue que el ex jefe de Gabinete había sido el único dirigente que había dormido en la cama de Máximo en Santa Cruz, y que “de eso no se vuelve”. No es necesario repetir ahora que Alberto fue uno de los más duros críticos del segundo gobierno de Cristina Fernández. Sí interesa repasar como explicaron el reencuentro. Cristina, finalmente, había comprendido, después de perder contra Esteban Bullrich, que necesitaba del resto del peronismo para poder ganarle a Macri. Y muchos dirigentes del peronismo no k, representados por Alberto, habían entendido también que “con ella sola no se podía, pero que sin ella tampoco alcanzaba”.
Una vez que acordaron la estrategia para ganar, empezaron a hablar con periodistas para que la jugada de laboratorio fuera más digerible. Entonces instalaron la idea de que Cristina había cambiado, también, en lo personal. Que la enfermedad de Florencia iba a absorber la mayor parte de su energía vital. Que ya había logrado todo lo que un dirigente político puede soñar y más. Que se bajaba de la candidatura a presidenta para sumar. Pero un día volvió de La Habana y se sentó a la mesa del poder. Y dispuesta a pedir por lo que cree que le corresponde. Sin embargo eso no debería escandalizar a nadie. Fueron suyos la mayoría de los votos que obtuvo la fórmula. Fue suya la decisión de ungir a Alberto y nominar a Axel Kicillof, el dirigente que le ganó cómodamente a la dirigente con mejor imagen de Juntos por el Cambio. Es ella, la que reclama, al propio Alberto, algo que aparentemente acordaron pero que el Presidente electo no le podría, todavía, garantizar: que no quede en pie ni una sola de la decena de causas de corrupción en las que está procesada. Que todo vuelva a fojas cero. Y, por supuesto, venganza para los fiscales, jueces y ex funcionarios que se atrevieron a investigarla y acusarla.
Hasta ahora, con las declaraciones públicas del jefe de Estado electo no parece alcanzar. Con las amenazas públicas y veladas tampoco. La pelea por los cargos en el Congreso y el gabinete están signadas, también, por este intríngulis: que Cristina, Máximo y Florencia queden libres de culpa y cargo. Muy cerca de Alberto Fernández afirman que todo empezará a cambiar a partir del 10 de diciembre, cuando le entreguen la lapicera y tenga a su disposición “la botonera”. Lo cierto es que, durante los últimos días, Cristina arrastró al resto del peronismo con su manera prepotente y ostentosa de ejercer el poder. Y Alberto Fernández parece estar pagando el costo político de su cristinización. Hay una encuesta que advierte que su imagen, desde que ganó las elecciones en primera vuelta, creció menos que los registros históricos de sus antecesores, incluido el propio Mauricio Macri.