Al contrario de lo que se piensa, la presidenta Cristina Fernández parece haber dado, en los últimos días, muestras concretas de su debilidad política. La manera en que eligió a los candidatos de la listas, la puesta en escena para ungir a su compañero de fórmula y el uso de la cadena oficial y de los medios públicos con fines partidarios son apenas tres ejemplos que prueban este diagnóstico. Es verdad que todos los cierres de lista terminan con gente enojada. ¿Pero era necesario humillar a la tropa primero con el silencio y después con la exigencia de que firmaran la planillita de aceptación en lugares en los que no llegarán a ser elegidos? El destrato tiene la firma del secretario legal y técnico, Carlos Zannini, para quien hacer política es llevarse todo por delante, pero la decisión de hacerlo fue de Ella y de nadie más. Es probable que hacia dentro del peronismo la lapicera de Cristina Fernández sea vista como una señal de autoridad. Pero hacia fuera se puede leer como todo lo contrario. Es decir: como un capricho personal o como una muestra de autoritarismo de alguien que no acepta otra mirada que la propia.

Lo mismo se puede decir sobre la forma en que ungió candidato a vicepresidente al ministro de Economía, Amado Boudou. Una cosa es demostrar a los gobernadores del PJ, los intendentes del conurbano, los hombres de Hugo Moyano y a dirigentes sociales como Luis D'Elía que ella es la que manda y otra, muy distinta, es crear un clima de expectativa más parecido a la final de Gran Hermano que a una decisión partidaria, y en la quinta de Olivos. Es verdad que después de la muerte de Néstor Kirchner unos pocos agoreros fantasearon con la idea de que Cristina Fernández se transformaría en Isabel Martínez de Perón. No es el caso de quien esto escribe. Sin embargo, para reforzar la idea de que la Presidenta conduce y decide, que sigue firme y en pie, ¿era necesario colocarla en ese papel de monarca, como si cada asunto de Estado dependiera de su conducta o de su humor?

La incorporación de Gabriel Mariotto como candidato a vicegobernador de Daniel Scioli también es una jugada de manual. Hacia dentro del cristinismo se puede decodificar como el premio mayor para una de las espadas de la batalla contra los medios. Uno de los coroneles de la guerra cultural que el Frente para la Victoria impulsa para aplastar a la oposición y evitar el contrapeso de la información crítica. Pero hacia afuera revela, sin dudas, el enorme temor que la jefa del Estado le tiene al gobernador de la provincia de Buenos Aires. Scioli siempre ha respondido con silencio y lealtad incondicional. Pero la Presidenta sabe que su futuro político quedaría seriamente dañado si para las elecciones de agosto y de octubre el gobernador obtuviera un solo voto más que ella. Lo que el cristinismo evalúa como una jugada maestra se debe leer, en realidad, como una decisión desesperada para evitar que se le diluya el poder.

Lo mismo se puede decir de la creciente tendencia de la Presidenta a mezclar su tragedia personal con los asuntos de la vida pública. Está probado que la fórmula le viene dando inmejorables resultados en las encuestas desde noviembre del año pasado. El cambio de humor social, sintetizado en dos frases ("Por siempre Néstor" y "Fuerza Cristina"), es lo que le ha permitido -además del aumento incesante del consumo- alcanzar una intención de voto que la pone a un paso de ganar en primera vuelta. Hasta ahora, la conducta presidencial ha sido percibida como un rasgo de humanidad. Incluso han sido bien entendidas las lágrimas de Cristina Fernández en los cientos de discursos públicos que protagonizó desde noviembre del año pasado. No es el objeto de esta columna dudar sobre la legitimidad de su dolor y el derecho de expresarlo. Sin embargo, ¿hasta cuándo se podrá hacer uso y abuso de ese recurso? ¿Hasta cuándo la misma parte de la sociedad no politizada que ahora la mira con simpatía y sin rencor no empezará a mostrar signos de cansancio y hartazgo por las constantes alusiones a su compañero político? El sábado pasado, cuando la noche caía en la quinta de Olivos, Ella inició su discurso con una nueva alusión a Él. Enseguida, cuando el viento sur abrió de improviso la puerta del Salón, la Presidenta insinuó que podría tratarse de la visita del ex jefe de Estado. Todos los presentes aplaudieron la ocurrencia. ¿Qué hubiera dicho, por ejemplo, el jefe de Gabinete y candidato a senador, Aníbal Fernández, si hubiese dicho o hecho algo parecido Elisa Carrió, al anunciar la fórmula presidencial de la Coalición Cívica?

Algunos de los dirigentes que se quedaron con la sangre en el ojo y fuera de las listas están empezando a fogonear lo que consideran "una sobreactuación innecesaria" de la jefa del Estado. Política y personal. Hasta la semana pasada la comparaban con Eva Perón. Pero ahora comienzan a referirse a Ella como si fuera una "gran actriz". Ellos recomiendan revisar los discursos completos que se encuentran en la página web de la Presidencia de la Nación. Aseguran que las referencias personales y las estadísticas de la economía positiva no son presentaciones espontáneas. Que se repiten en los mismos tramos, como si hubiesen sido ensayadas de antemano.

Los hombres de la Presidenta, en cambio, encuentran en el manejo de los medios y la articulación de su discurso su principal fortaleza. Incluso lo presentan como el mejor de los recursos para ganar las elecciones de octubre.

Tampoco consideran una señal negativa que sea la que autorice los afiches y las fotos y les prohíba a Daniel Filmus o Amado Boudou asistir a cualquier programa de televisión que Ella considere inconveniente. Para uno de los principales ministros eso no es sobreactuar. Sólo son señales que demuestran quién es, de verdad, la nueva Jefa.

 

Publicado en La Nación