(Columna publicada en Diario La Nación) ¿Qué tipo de Presidente es Alberto Fernández? Veintidós días de gestión es poco tiempo -incluidos los fines de semana, y las fiestas de navidad y Año Nuevo- para responder semejante pregunta con certeza. Sabemos que se empezó a probar “el traje” de “Presidente” días antes de mayo de 2019, cuando Cristina Fernández lo ungió, de manera sorpresiva, como candidato. ¿Será verdad que llegó a aquella reunión pensando en pedirle a Cristina “apenas” la embajada de España?
Si asumimos esa hipótesis, podríamos aventurar, además, que no le costó tanto tiempo acostumbrarse a la idea de que podría ser Presidente. Imaginarse que podría llegar a hacerlo bien. Y sentirse cómodo con eso. También sabemos que su sueño, desde que supo que sería candidato, es emular el arranque de Néstor Kirchner del 25 de mayo de 2003. (Lo sabemos porque él mismo lo planteó, como un deseo y, al mismo tiempo, un objetivo, en una de las conversaciones que mantuvimos antes de su asunción). Sabemos, además, que, en parte, lo puede estar emulando con cierto éxito porque él mismo estuvo ahí, muy cerca, en la misma oficina, cuando Kirchner puso en práctica algunos de sus “trucos” para gobernar y hacer política. ¿Y cómo empezó a gobernar Kirchner? A golpe de medidas efectivas y gestos efectistas. Como si estuviese sometido a una competencia electoral diaria. Prestando muchísima atención, a veces de manera obsesiva, a lo que decían los medios. Con un inteligente manejo de las expectativas y cierta urgencia por acumular “autoridad presidencial”. En todos estos aspectos, el Alberto Fernández se parece mucho al Néstor Kirchner de entonces. Kirchner amplió los superpoderes con los que gobernó Eduardo Duhalde. Fernández también lo hizo.
Kirchner entendió el valor de lo simbólico desde el “minuto cero”. Y tardó cinco minutos más en entender que esa herida que le hizo el fotógrafo en la frente y el apósito que se tuvo que poner el día en que asumió serían tomados como una señal de empatía de un presidente “cercano”. Es posible que Alberto Fernández haya decidido recorrer el tramo desde el departamento de Puerto Madero hasta el Congreso el día de su asunción, en su propio auto, pensando en aquella escena de hace dieciséis años y medio. Los trajes amplios cruzados sin abrochar y la Bic consolidaron entre “la militancia” el imaginario de que Néstor era “un hombre común cumpliendo tareas extraordinarias”. Aquellas fotos tienen un perfume parecido al de Fernández dando clases en la facultad de Derecho, compartiendo la navidad con los fieles en San Cayetano y “prohibiendo” a sus colaboradores que se tomen vacaciones. Y mucho menos, vacaciones en el exterior. Hay incluso, en el discurso de asunción de Kirchner y Fernández, cierto “relato” que parece calcado: ambos expresaron, palabra más, palabra menos, que la Argentina no podía pagar la deuda con el hambre del pueblo. Pero los dos fueron lo suficientemente astutos para dejar claro, tanto al Fondo como a los acreedores privados, que no iban a dejar de pagar.
Kirchner llamaba a los periodistas y a los dueños de los medios cuando no le gustaba o no compartía los datos o las opiniones publicadas. Alberto Fernández también. Pero en ésta materia, Kirchner eligió, a partir de determinado momento, una estrategia que Fernández nunca compartió: llevar sus diferencias con los medios a una suerte de “guerra santa”. (Decisión estratégica que Cristina más tarde profundizó, y que todavía defiende). El actual Presidente no reivindica ni la Ley de Medios ni el conflicto con el campo derivado de la resolución 125. En asuntos sensibles como éstos, se parece más a Raúl Alfonsín. Prefiere, en primera instancia, convencer, antes que imponer (por lo menos hasta ahora). Pero además, Fernández, más allá de sus “cabronadas” de las que suele arrepentirse, reivindica el legado de Alfonsín. Mucho más de lo que lo hicieron Néstor y Cristina. Todavía el actual jefe de Estado repite con cierto orgullo una fortísima discusión que mantuvo con Kirchner el día el que el expresidente abrió las puertas de la ESMA y se “olvidó” del papel de Alfonsín en el juicio a los comandantes de la dictadura y a creación de la CONADEP.
¿Más analogías? Kirchner, desde el primer momento, sintió la necesidad de recuperar la autoridad presidencial porque había asumido con el 22 por ciento de los votos y porque “el círculo rojo” de entonces había instalado la idea de que se trataba de “el chirolita de Duhalde”. Fernández, antes de asumir, sintió la misma necesidad: hacer entender a “la opinión pública” que no habrá doble comando; que el presidente será él y que no será “el chirolita de Cristina”. La megaley que propició y los superpoderes que se atribuyó se podrían explicar, también, como una consecuencia lógica de esa “debilidad de origen”. ¿Podrá en los próximos dos años Fernández hacer lo mismo que Néstor y Cristina hicieron con Duhalde en las elecciones de medio término y fundar, entonces sí, el albertismo? Dependerá del éxito o el fracaso de su política económica.
Hay que decir, sobre la manera de presentar las primeras medidas, que Alberto Fernández también tomó, en parte, algunos “trucos” de Cristina Fernández mientras ejerció la presidencia. ¿Cuáles? Colocar a los anuncios títulos de alto impacto y denso significado, antes, incluso, de explicar por qué, para qué, en contra y a favor de quienes tomó las decisiones más relevantes. Un ejemplo, de apariencia inocuo: que la locutora oficial Natalia Paratore haya presentado a Fernández como el presidente de “la unidad de los argentinos”, es, como mínimo, una exageración. Otros ejemplos, quizá más controvertidos: la ley de “solidaridad social” y “reactivación productiva”. Es probable, como no, que el conjunto de normas y resoluciones que contiene el paquete económico tenga el propósito de lograr ambos objetivos. Pero dar por sentado que suspender (si no les gusta la palabra congelar) la fórmula de indexación de los haberes jubilatorios es producir “solidaridad social” y subir los impuestos o aplicar un impuestazo al sector privado es generar “reactivación productiva” parece, cuanto menos, un acto de fe. Es más: nadie se debería escandalizar demasiado si en vez de colocar a las medidas títulos demagógicos se explicara que la fórmula de aumento de los haberes jubilatorios era insostenible con éstos niveles de inflación. Y eso se llama ajuste. Tampoco nadie se debería enojar si se admitiera que el Poder Ejecutivo lo hace para poder pagar los intereses de la deuda. Y, por supuesto, ningún argentino de bien debería poner el grito en el cielo si Fernández reconociera, que lo que persigue éste paquete de emergencia es, entre otras cosas, lograr el equilibrio fiscal.
Es decir: el mismo objetivo que perseguía Kirchner pero también Mauricio Macri, y que se pueden sintetizar en dos grandes ideas. Una: que a la Argentina le entren más dólares de los que salen. Y dos: que empiece a bajar la inflación, para después comenzar a crecer. El supercepo debería alcanzar, por lo menos en el corto plazo, para absorber los dólares que necesita el Estado. Lo de la inflación y el crecimiento parece más difícil. Para eso, se necesita de un plan integral y consistente que trascienda el paquete de medidas de emergencia. Si Fernández lo impulsa y empieza a funcionar, no necesitará parecerse a nadie. Comenzará a ser reconocido por lo que él mismo haya podido lograr. Pero si fracasa, la repetición de gestos “para la tribuna” se le puede volver en contra. Como sucedió, en su momento, con Alfonsin, Kirchner, Cristina y Macri también.