Hasta hace una semana, el Presidente era uno. Atravesado por la correcta decisión de implantar el aislamiento y la cuarentena, se mostraba enérgico y ecuánime, por encima de la grieta. Entonces algo pasó. Algo “le pasó”. Porque a partir de ese momento empezó a repetir consignas propias de un discurso agresivo, anti productivo y anti empresario. Si los cacelorazos no le afectaron, como explicó en los últimos reportajes, mucho, no se notó.
Debería comprender que, detrás de los cacelorazos, manijeados o no, hay una demanda muy concreta: que la política se ajuste también. Pero no solo con la rebaja simbólica de las dietas, por dos o tres meses. Que el Estado, que los estados –nacional, provincial y municipal- ajusten los enormes gastos improductivos. Y que el Poder Ejecutivo abra los libros de las cuentas de las grandes cajas de la política. Enormes cajas como la de Aerolíneas, Pami, Anses, AFIP y los entes reguladores de Servicios. O que explique, por ejemplo, el Poder Ejecutivo, qué criterio utilizó para entregarle, de una sola vez, cerca de 250 millones de pesos a la obra social de Camioneros, que está quebrada y es inviable.
Dicen que el Presidente está enojado con Sergio Massa. Le achaca haberse subido al discurso demagógico del ajuste de la política. Dicen también que en los últimos días se mostró más cerca de Cristina Fernández y de Máximo Kirchner. Y que bendijo la delirante idea de impulsar un nuevo impuesto extraordinario al patrimonio. Incluiría a las grandes fortunas, los supermercados y los patrimonios que fueron blanqueados en la última ley.
Alberto Fernández se jacta de no ser un hombre de negocios. Como si los negocios fueran una mala palabra. Es extraño que no recuerde a ciertos hombres de negocios truchos, más chapuceros y oportunistas, quienes ayudaron a enriquecer a políticos como Néstor y Cristina. Son los mismos que evadieron los impuestos ordinarios que tenían que pagar. Los que no siquiera pagan las cargas sociales de sus trabajadores.
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