Cuando todavía no se terminaba de acomodar en su nuevo rol de protector y cuidador de los argentinos con miedo al coronavirus, Alberto Fernández ya aparece en el medio de una tormenta perfecta. La demanda de alimentos al Estado es cada vez mayor, y más sostenida, y no alcanza a ser satisfecha. Para colmo, se paralizó unos cuántos días, como consecuencia de la denuncia de sobreprecios que cobraban los intermediarios y pagaba tarde y mal, el propio Estado.
El Presidente decidió emitir dinero para evitar la quiebra de miles de pequeñas y medianas empresas. Sin embargo, la emisión, que todavía no se trasladó de manera automática a la inflación, pero que tarde o temprano lo hará, ya presiona sobre el dólar paralelo y el resto de la economía. En simultáneo, el jefe de Estado trata de hacer lo imposible para no entrar en default, pero la dinámica que le impuso a la negociación el ministro de Economía, Martín Guzmán, parece funcionar en sentido contrario. Es más, dentro del propio gobierno hay quienes piensan que, así como una parte del ala política parece enamorada de la cuarentena, Guzmán estaría enamorado de su propia tesis académica, y que ese dogma teórico lo estaría llevando a las puertas del default. Para colmo, por momentos, la vicepresidenta le sigue hablando a Alberto como si fuera su subordinado. Y sus seguidores no pierden la oportunidad de recordar que hay muchísimas cosas de las que dice y hace el Presidente con las que ellos no están de acuerdo.
Los dirigentes políticos más veteranos repiten que no quisieran estar en los zapatos del jefe de Estado: aunque tiene un presente con altísimo apoyo popular, es fácil advertir la volatilidad del momento, y la velocidad con que lo puede perder. “El barco que timonea Alberto va camino al centro de la tormenta perfecta”, me dijo ayer alguien que ahora está en la oposición, pero que conoce a Fernández desde que empezó a ser política, y a Cristina, desde su primera experiencia como senadora nacional. ¿Sabrá cómo salir emerger de entre las olas?