Existe, dentro del gobierno, la idea que el aplastante triunfo de Cristina Fernández la transformará, a Ella y sus principales funcionarios, en los dueños de la verdad. Que a partir del lunes 15 de agosto ninguna información, denuncia, crítica o investigación que haga el periodismo que no depende del Estado tendrá validez o la más mínima importancia. Que la cantidad de votos que obtuvo el Frente para la Victoria les da patente de corso para decir y hacer casi cualquier cosa. Que no se puede, ni siquiera, insinuar la existencia de irregularidades en la votación o el escrutinio, porque “la paliza fue tan grande” que hacerlo implicaría no reconocer la supremacía y transformarse en un mal perdedor. Que debería prohibirse hablar de clientelismo y distribución de fondos del Estado para ganar la elección porque eso supondría el no reconocimiento de, por ejemplo, la Asignación Universal por Hijo o la distribución de computadoras a los niños y los adolescentes que las necesitan. Que ningún dirigente de la oposición estará habilitado para criticar ninguna política. Que la presidenta y los principales ministros podrán multiplicar su patrimonio con toda naturalidad sin que ningún periodista tenga derecho a dudar e investigar cómo lo hicieron. Que cualquier irregularidad que cometa alguien considerado “amigo” como Hebe de Bonafini o Raúl Eugenio Zaffaroni deben ser considerados, de ahora en más, actos destituyentes. Y que la persecución a través de organismos públicos como la Secretaría de Inteligencia (SI), la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP) y los entes reguladores que deciden sobre los medios, las empresas de servicios, los formadores de precios y los bancos, contra los estigmatizados como “enemigos” podrá ser “convalidada” porque los fiscales y los jueces federales ya no tendrán ninguna duda sobre dónde se encuentra y cuánto va a permanecer el verdadero poder.

Por supuesto, semejante estado de opinión nunca será reconocido en público por la Presidenta de la Nación. Al contrario, Cristina Fernández seguirá declarando que propicia todo lo contrario. La unidad de todos los argentinos. El respeto por quienes piensan diferente. El tratamiento igualitario por parte del Estado a todos los argentinos, incluidos los periodistas de los medios de comunicación que la critican y la investigan. ¿Para qué va a modificar su estrategia si hasta ahora le está yendo tan bien?

Muchos dueños de medios y periodistas suponen que lo peor está por venir.
Que durante los próximos cuatro años la propia existencia de muchos medios no dependientes del Estado y la libertad de trabajo de decenas profesionales será puesta en cuestión.

Comprendo el miedo que los embarga, pero no comparto para nada esa idea tan pesimista. Creo, al contrario, que la presión oficial, la nueva hegemonía política y mediática, constituyen una inmemorable oportunidad para empezar a hacer un mejor periodismo. Quizá menos urgente y menos impreciso. Con tiempo suficiente como para consultar a la mayor cantidad de fuentes. Más enamorado del dato y siempre atento a la manera de presentar los temas, para que la información no solo sea rigurosa sino también atractiva para el lector, el oyente o el televidente.

Es cierto: está la tentación oficial de ir por todo. De comprar cada vez más medios con la excusa de equilibrar y democratizar a las empresas y los periodistas de la “corpo”. Pero en este camino, el gobierno se está transformando en el multimedio político más poderoso de toda la historia de la Argentina. Y al mismo tiempo, está generando una reacción profunda, legítima y genuina de todos los que suponen que las democracias no pueden sobrevivir sin un sistema de medios crítico e independiente de los gobiernos de turno.

Por eso queda la oportunidad de volver a las fuentes. De recordar porqué nos hicimos periodistas. De tomar la lapicera, la libreta de apuntes y hacer lo que debemos. De revisar los expedientes y de investigar también a los fiscales y los jueces que dictaminan al compás de los deseos oficiales. Queda el buen uso de la web y de las redes sociales. Quedan los libros y los lectores críticos y atentos.

Es un tiempo muy parecido, en muchos sentidos, al que configuró el mejor periodismo de investigación de los años noventa, cuando el menemismo pensó que había derrotado a los medios y Carlos Menem gobernó con la sensación de que podía ser eterno y que nada de lo que deseara le podía ser negado.

Ni el bronce de la historia ni el oro de los mortales.

 

Publicado en El Cronista