No quieren justicia. No quieren la verdad. Quieren impunidad. Quieren venganza. Si quisieran justicia, se defenderían en los tribunales, pero no buscan eso. Quieren jueces sumisos, necesitan un poder judicial que metan presos a sus enemigos. Y para obtener venganza tienen que salir a atacar, a agredir, a inventar. No les molesta la opinión fuera de contexto. Les molesta la información veraz y creíble. La opinión argumentada.
Oscar Parrilli, en sí mismo, no es un personaje relevante, solo hay que prestarle atención por lo que representa: es el ventrílocuo de la vicepresidenta Cristina Kirchner, la vengadora.
Mis fuentes del Frente de Todos me habían dicho, hace tiempo, que Cristina tenía una lista negra de periodistas a los que quería escarmentar. Siempre estábamos los mismos. A veces cambiábamos de lugar. O se olvidaba de alguno. Pero tarde o temprano, siempre volvíamos a subir en el ranking del odio y la venganza.
En las últimas horas, Parrilli lo blanqueó. La lista existe: estamos, entre otros, Jorge Lanata, Nico Wiñazki y Daniel Santoro. Y parece que no somos los únicos. La vicepresidenta lo dejó en claro en sus videos a los que nos acusó de formar parte de una asociación ilícita. Agregó, en distintas oportunidades, a Alfredo Leuco y Diego Leuco y unos pocos más.
Mis fuentes seguras del Frente de Todos tienen una hipótesis para la obsesión de Cristina Kirchner con cada uno de nosotros. A nosotros nos contaron, hasta el hartazgo, cuál era y sigue siendo, su obsesión conmigo. La publicación de las escuchas legales que estaban en más de un expediente y que decidimos publicar, por su indudable interés periodístico.
Movieron cielo y tierra para hacerme decir, a través de una causa armada, de dónde las había sacado. Pero los periodistas tenemos el pleno derecho de mantener en reserva a nuestras fuentes, y no pudieron quitarnos ese derecho.
Un enorme equipo de abogados quiso hacerme cargo de un millón de supuestos delitos. Revisaron una y otra vez el procedimiento periodístico. Y no encontraron nada. ¿Había mentido? No. ¿Había vulnerado el derecho a la intimidad de la expresidenta o del senador Parrilli? No. ¿Había violado algún secreto de confidencialidad sobre sus declaraciones impositivas? Tampoco. ¿Había divulgado ciertos secretos de Estado consagrados por la Constitución? Menos. ¿Le había puesto micrófonos en su casa de El Calafate, la esquina de Juncal y Uruguay, donde le llegaban las valijas con dinero en efectivo a Daniel Muñoz? No. No ha lugar.
El interés periodístico era tanto que a las escuchas las reprodujeron todos los medios. Todos. Sin excepción. Los que están de un lado y de otro lado de la grieta. Con audios. Con videos ilustrativos. Con textuales. Con contexto. La repercusión fue enorme. De hecho, nuestro trabajo fue tan prolijo que detallamos la hora y el día en el que las conversaciones se reprodujeron, para que nadie extrapolara ninguna consideración.
Sin embargo, para el mundo paralelo de la vicepresidenta hemos cometido el peor de los pecados: mostrarla tal como es, sin ningún filtro. Cada uno de los actores relevantes de la Argentina, políticos o no, tuvieron de primera mano, la opinión sin disimulo de Cristina, a cara lavada.
Sus dichos sobre Mauricio Macri, María Eugenia Vidal, Alberto Fernández, Marcelo Tinelli, Elisa Carrió, Margarita Stolbizer, Patricia Bulrich, Julio De Vido, Sergio Massa, Jaime Stiuso, Guillermo Moreno, fiscales y jueces federales, y no solo eso... sus consideraciones políticas reales sobre temas casi sagrados: el peronismo, los jubilados y una enorme cantidad de asuntos más.
En el medio, hubo un intento por transformar a esa Cristina en una dirigente con carácter y energía. Pero no les alcanzó. No les alcanzó para transformarla, una vez más, en candidata a presidenta. Su imagen negativa estaba tan alta, en el momento de ungir a Alberto Fernández, que ni siquiera le pasó por la cabeza intentarlo. Por supuesto, que no se nos malinterprete, no somos los constructores de su insuperable imagen negativa. No hicimos más que correr un velo para que las audiencias pudieran acercarse a la verdad sin maquillaje.
De hecho, en su libro, Sinceramente, parece una continuación, un poco mejor articulada, de sus consideraciones en las conversaciones políticas que mantuvo con su secretario privado.
El otro personaje menor pero al que hay que prestarle atención es Eduardo Valdés. Valdés, igual que Parrilli, hace todo lo que Cristina le pide, sin cuestionar nada. Aunque los pedidos sean delirantes. En privado, le dice a todo el mundo que la idea de Alberto presidente salió de su mente superior. En privado, habla del papa Francisco como si fuera un amigo del café de la esquina. En privado, se presenta como el gran facilitador de quienes necesitan cualquier favor del Presidente, por más ocupado que esté Alberto, porque para eso están los amigos. Hace tiempo que Valdés está paseando por los estudios de los canales de televisión valiéndose de ese prejuicio.
Es el típico porteño "vendedor de humo". El problema es que su humo empiece a comprarlo gente de bien. Por eso, de vez en cuando, salimos a defendernos. Con hechos. No con mentiras.