Ayer, Albero Fernández intentó colocarse por encima de la grieta al afirmar: “Voy a terminar con los odiadores seriales”. La frase debe haber confundido a una buena parte de la sociedad, porque la pronunció después de reenviar un tuit de alta violencia simbólica. Lo subió un militante k. Era el montaje de un video donde cada respuesta del jefe de gabinete a las preguntas de Diego Leuco estaba acompañada por la imagen y el sonido de una piña. La violencia simbólica, desde lo más alto del poder, puede reproducir, hacia abajo, violencia física.
También puede ser considerado odio. Y no debería tomarse con humor. Dentro del peronismo en general y del kirchnerismo en particular, hay un manual no escrito que dice que un dirigente puede cambiar de opinión tantas veces como le convenga. Incluso en asuntos sensibles, como los hechos de corrupción o la muerte del fiscal Alberto Nisman. Y por supuesto, también, cambiar los modos. Aparentar algo que no se es. Cristina Fernández lo hizo varias veces, con éxito singular. Lejos de la campaña electoral, tensaba la cuerda al máximo. Enviaba a la militancia señales de guerra y de venganza. Pero como candidata, se transformaba en casi una santa. La compasión y empatía que generó su viudez, combinada con la fragmentación de la oposición, le hizo ganar, en 2011, con el 54 por ciento de los votos. Sin embargo, después de esa elección, no pudo superar nunca más un techo de cristal que le impediría volver a ser Presidenta. Por eso tuvo que recurrir a su exjefe de gabinete. Lo de Alberto Fernández podría ser todavía peor. Aunque todavía sigue gozando de amplio apoyo por haber decidido la cuarentena temprano, ya fue y volvió tantas veces sobre sus palabras y sus hechos, que corre el riesgo de perder la confianza de casi todos.
En una encuesta de opinión pública que hizo Giacobbe y Asociados en donde se pide que los consultados definan con una sola palabra al Presidente, la que aparece más grande y destacada es “mentiroso”, arriba de “traicionero”. Le segunda es “títere”, entre dos términos con connotación muy negativa: “hipócrita” y “corrupto””. La tercera, es “bueno”, pero rodeado de otros conceptos, algunos negativos y otros positivos. ¿Cuántas caras tiene Alberto Fernández? ¿Cuál es el verdadero, detrás de tantas cosas que dice que hay que hacer pero que él mismo no hace? Dicen que el fracaso o el éxito de su gestión económica, después de la pandemia, será lo que termine definiendo su futuro, y no las palabras huecas. Pero cuando habla de economía tampoco parece decir la verdad. Y eso es algo que, tarde o temprano, le terminará jugando el contra.
Comentario de Luis Majul en CNN Radio