A punto de ingresar a una nueva etapa de la cuarentena, se supone que más flexible y soportable, el Presidente tiene que empezar a gobernar. En especial, para evitar un nuevo avance de Cristina Fernández, quien parece cada vez más disconforme con su gestión y el desempeño de varios ministros. La nueva embestida, otra vez, sería contra el jefe de gabinete, Santiago Cafiero. Ni bien se declaró la pandemia, dirigentes de La Cámpora lo habían comenzado a atacar.
Tanto, que en una reunión de pocos, Alberto Fernández llegó a decir: si alguien quiere la cabeza de Santiago tendrá que pedir la mía también, porque yo me voy con él. Ahora insisten en pedir su cabeza. Cristina y La Cámpora son como un pacman, el videojuego del animalito que se va comiendo a otros, muy rápido y sin siquiera masticar. La vicepresidenta es insaciable. Ya no alcanza con un gabinete donde prevalecen sus fieles. Lo quiere todo. Ya no se conforma con no ir a la cárcel. Pretende que sus causas desaparezcan de un plumazo. Reclama que quienes la acusaron, sean fiscales, jueces, o periodistas que informan, terminen presos, solo por cumplir con su trabajo.
El único límite al delirante atropello de Cristina se lo está poniendo la sociedad. Si el jefe de Estado lo terminara de comprender, podría gobernar con menos condicionamiento y más libertad. Haciendo lo que piensa que es correcto. No sobreactuando para tranquilizarla ni complacerla. Distribuyendo el dinero a las provincias de manera equitativa, no para pavimentar el sueño de Cristina de transformar a Axel Kicillof en presidente y a su hijo Máximo en gobernador de la provincia de Buenos Aires. Cuanto antes, Alberto, se dé cuenta, mejor. De otra manera, va a terminar como Daniel Scioli. O peor que Daniel Scioli, si es que eso, en política, fuese posible.