La palabra de un presidente tiene fuerza de ley. No puede andar diciendo cualquier cosa, porque comunicar es, quizá, el aspecto más más importante del arte de gobernar. Si un día un Presidente dice una cosa y al otro día, o al rato, argumenta o defiende otra cosa, muy distinta, lo que terminará haciendo es devaluando su palabra. O para presentarlo de una manera más dramática, pero no menos real: romperá el vínculo de confianza que se ganó con el voto de la mayoría de la sociedad.

El primer resquemor que me generó el anuncio de Cristina, el 18 de mayo de 2019, cuando anticipó que Alberto Fernández sería el candidato a presidente de un espacio común, y ella la vicepresidenta, se puede sintetizar en la siguiente pregunta: ¿Qué va a hacer el exjefe de gabinete para desdecirse de las fortísimas críticas que le hizo a ella y a su gestión, en cuestiones tan delicadas y relevantes como el memorámdum de entendimiento con Irán, la corrupción de su gobierno en general, el manejo de la economía y hasta el comportamiento personal de la expresidenta, a la que le llegó a “diagnosticar” esquizofrenia política? Enseguida, todos los periodistas que tenemos trato profesional con Alberto Fernández desde hace muchos años, incluso antes de ser el jefe de gabinete de Néstor Kirchner, nos planteamos, palabra más, palabra menos, ese interrogante. ¿Cómo va a desandar ese camino sin perder la mínima credibilidad que precisa para gobernar? Pero casi el 50 por ciento de la sociedad estaba más ansiosa por sacarse de encima a Mauricio Macri que a responder semejante incógnita. Por otra parte, la respuesta que recibimos de la mayoría de los peronistas consultados, e incluso del propio Alberto Fernández, fue que él no había cambiado. Que pensaba lo mismo sobre casi todas las cosas. Que el tiempo iba a arreglar lo que había desarreglado un desencuentro de diez años. Que la que había cambiado, en realidad, era ella.

“Lo que hizo Cristina fue un acto de generosidad. Ella ya llegó a lo más alto. No tiene más ambiciones. No quiere hacer política todos los días. Solo velar por la salud de su hija Florencia. ¿Puede haber mayor acto de desprendimiento que ungir como candidato a presidente a alguien que la criticó tanto y con tanta ferocidad?”, desafiaban nuestras fuentes, que de repente se tropezaron con la posibilidad cierta de ganar la elección presidencial. Hoy, a la luz de los hechos, todo parece haber sido una gran mascarada. Solo una estrategma para volver al poder. Dicen ahora que ni siquiera hubo un diálogo fuerte, profundo y honesto entre Cristina y Alberto para decirse en la cara lo que pensaban, de verdad, uno del otro. Para sacarse de encima tanto resentimiento acumulado.

Solo un pacto “político”. El pacto de “yo te hago presidente y vos me garantizás impunidad”. Pero ya está visto: Alberto Fernández no puede garantizarle nada, y Cristina Fernández tampoco tiene ganas de pavimentarle el camino para que le vaya bien. Al contrario: hasta hora parece estar trabajando para esmerilarlo cada día un poquito más. ¿Cuánto más estará dispuesto a seguir devaluando su palabra el jefe de Estado para evitar la ruptura con la dirigente que le sigue en la sucesión presidencial? Si su gente lo valora de verdad, tendría que advertirle que su juego de poder se está volviendo demasiado peligroso. Que está a punto de romperse el vínculo de confianza con gran parte de la gente que lo votó para gobernar.