No habría que minimizar la reacción de los vecinos de Ayres del Pilar. Lo que hicieron ayer, como bien aclaró Federico Andahazi en Mirá, no fue un escrache, sino el ejercicio al derecho a vivir en paz, lejos de individuos procesados y condenados por la justicia en varios hechos de corrupción. Lázaro Baéz, que pasó de gerente de banco a megamultimillonario en poco tiempo, estuvo detenido con prisión preventiva durante cuatro años y cinco meses. El Tribunal Oral Federal número 4 le otorgó la prisión domiciliaria, cumpliendo una orden expresa de la Cámara Federal de Casación Penal.
La Cámara lo dispuso considerando el tiempo que llevaba preso sin condena, el hecho de que dos fiscales no se opusieran a su libertad y que ya le había sido concedido el arresto domiciliario antes. Es decir, si la justicia hubiera actuado con más celeridad, hoy Báez seguiría preso, o podría reinvindicar una eventual inocencia que sus abogados no alcanzaron a probar. Pero quien minimice lo que pasó ayer, en el ingreso de Ayres del Pilar, podría correr el mismo riesgo de quienes subestimaron el banderazo del último 17-A. La furia de los vecinos no es tanto contra Lázaro, sino contra lo que representa: la impunidad del poder.
El rechazo social no es solo contra Báez, sino también contra Cristina Fernández, quien intenta dar un golpe sui generis llevándose por delante al Parlamento, el sistema judicial y a los medios y periodistas críticos también. Es, además, un límite hacia el pacto no escrito de impunidad que arreglaron la vicepresidenta y Alberto Fernández, quien está perdiendo todos los días más votos, y se achica, bajo la sombra de una persona que no tiene frenos inhibitorios. Los que se esconden detrás de la pandemia para decir y hacer cualquier cosa, tarde o temprano pagarán, porque hay una parte de la sociedad que los está mirando con cuidado.