(Columna publicada en Diario La Nación) La idea de Cristina de correrse de la candidatura presidencial para evitar la derrota en segunda vuelta fue brillante, si se analiza de acuerdo con el resultado de las últimas elecciones. Pero la innegable influencia política e ideológica de la vicepresidenta sobre Alberto Fernández está hundiendo al Presidente y colocando al Gobierno en un laberinto sin salida . Ya ni siquiera parece importar que ella hable poco, que no hable del Covid-19 o que hable solo de sus obsesiones judiciales. Su omnipresencia no se puede ocultar. Y una de las razones "públicas" por las que no se puede ocultar es que, desde que asumió, el jefe del Estado parece haberse transformado en otra persona. Un sujeto tan mimetizado con Cristina como el obediente Oscar Parrilli, o como los senadores que repiten los argumentos de la vicepresidenta, aunque algunos parecen no entender ni lo que están defendiendo.
Si alguien se tomara el trabajo de hacer un compilado de todas las contradicciones del jefe del Estado antes y después de aceptar su candidatura, obtendría una "película" mucho más barata y efectiva que Tierra arrasada, interminable fake news por la que obtuvo su cargo el actual ministro de Cultura, Tristán Bauer, repartidor discrecional de subsidios a los centros culturales de todo el país. El compilado sería exitoso y no dejaría de sorprender no solo por lo que Alberto dijo e hizo en su momento, sino por lo que dice y hace desde que asumió. La omnipresencia política de Cristina pone en cuestión la autoridad presidencial. Quienes aparecen hoy como los nuevos desencantados de un gobierno que todavía no cumplió un año son los que votaron al Frente de Todos esperando que Alberto la contuviera y evitara los desbordes políticos.
Esos "desencantados", según distintas encuestas, representarían hoy casi el 20% de todo el caudal electoral que tuvo la coalición oficialista. Cerca del Presidente justifican la influencia de Cristina como algo natural, propio de una coalición en la que los votos de Ella tienen más preponderancia que los de cualquier otra fuerza política. "¿Acaso alguien se la imaginaba tocando simplemente la campanita en el Senado?", se preguntan altos funcionarios muy cercanos al primer mandatario. Eso, se puede entender, sería una tontería. Pero lo que muchos votantes del Frente de Todos, seguro, tampoco esperaban, era que Cristina impusiera una agenda dedicada casi exclusivamente a garantizar su impunidad y ejecutar sus deseos de venganza, en plena pandemia y con una situación económica y social casi tan grave, o más, que la de diciembre de 2001.
El otro gran problema que tiene el Presidente es que, al mismo tiempo que la influencia en la gestión de su compañera de fórmula parece horadarlo cada día más, existe la percepción política de que ni ella ni Máximo Kirchner ni Kicillof asumen el gobierno nacional como "propio"
El otro gran problema que tiene el Presidente es que, al mismo tiempo que la influencia en la gestión de su compañera de fórmula parece horadarlo cada día más, existe la percepción política de que ni ella ni Máximo Kirchner ni Kicillof asumen el gobierno nacional como "propio". Y no solamente ellos. También personajes como Grabois, Bonafini, D'Elía y otros dirigentes que el Presidente considera marginales, pero que son demasiado ruidosos como para ignorarlos sin más. El de Máximo Kirchner es un caso que amerita un análisis político, pero también psicológico. Kirchner, igual que el jefe de Gabinete, Santiago Cafiero, cada vez que habla en público, no hace más que echarle la culpa al expresidente Mauricio Macri de casi todo.
Pero cuando tiene que hablar sobre el oficialismo del que forma parte, alude a "el Gobierno", como si fuera una entidad ajena e independiente de lo que él representa. Es un poco difícil de entender. Máximo Kirchner es el jefe del bloque de diputados del Frente de Todos. Su madre es la vicepresidenta de "el Gobierno", pero además se la percibe como la auditora de la gestión. Cada vez que Cristina y Alberto mantienen una reunión presencial, a las pocas horas aparecen fuentes cercanas a los "chicos grandes" de La Cámpora especulando con un cambio de ministro. En especial, ministros o secretarios de Estado designados por el mismísimo presidente de la Nación.
Ya no es un secreto para nadie que el plan de mediano plazo de Cristina, Máximo y Kicillof es retener y acrecentar el poder y la presencia en las listas de candidatos en las elecciones legislativas del año que viene y las presidenciales de 2023. Pero ¿cómo pensarán sacarse de encima la responsabilidad que les toca, si en cada cargo con poder y chequera aparece un cuadro de La Cámpora o un incondicional de la vicepresidenta? ¿Acaso suponen que la mayoría de los argentinos, incluidos quienes los siguen sin ningún tipo de cuestionamiento, de manera casi religiosa, no se dan cuenta de este doble juego?
La altísima imagen positiva que Alberto supo conseguir con la decisión de decretar una cuarentena temprana se explica por el contexto excepcional de pandemia, pero también porque respondió a las expectativas que había sobre él, y lo que había prometido. A todos los analistas nos cuesta comprender por qué, en un momento determinado, y sin que nada lo hiciera prever, el Presidente se empezó a pelear con la oposición, los medios y los periodistas, y también con Rodríguez Larreta, que había sido su aliado en la batalla contra el Covid. El jefe del Estado creyó que la tormenta pasaría después del acuerdo que Martín Guzmán logró con los acreedores privados, pero el efecto positivo de aquella negociación duró apenas unas horas.
Ahora, todo parece indicar que Cristina y sus incondicionales volvieron a avanzar sobre el jefe del Estado. Le achacarían falta de coordinación en el área económica. Dejan correr versiones sobre el futuro de su jefe de Gabinete y del presidente del Banco Central, Miguel Pesce. Las mismas usinas sostienen que Massa no sería un mal reemplazo para Cafiero. Sin embargo, el presidente de la Cámara de Diputados no estaría tan convencido de dar semejante paso. Todo, como cada tanto repite Alberto Fernández, parece un interminable déjà vu . El problema es que, en la memoria del Presidente, al único al que las cosas le salieron más o menos bien fue a Kirchner, quien terminó de gobernar en diciembre de 2007, en coincidencia con el récord del precio de la soja y con superávits gemelos, pero una incipiente manipulación de las estadísticas oficiales.
Si Massa tuviera su propio déjà vu debería recordar cómo llegó a ser jefe de Gabinete y por qué se tuvo que ir, de muy mala manera, en 2009, después de una pelea que estuvo a punto de ser física con el marido de la entonces presidenta. Si Alberto tuviera más déjà vu , pero de las cosas que no son agradables recordar, debería tener presente cómo Cristina y sus incondicionales, una vez que se fue del gobierno, en julio de 2008, se la pasaron limándolo en público y en privado. Y también debería saber que la vicepresidenta nunca olvida ni perdona. Dentro del Gobierno, cuando se piensa en un relanzamiento de la gestión, quienes se encuentran cerca del Presidente hablan de una agenda más cercana al 20 por ciento de los desencantados que lo votaron, pensando en su capacidad de aglutinar a distintos sectores y en su moderación.
En cambio, quienes responden a Cristina y se referencian en Máximo, opinan que lo mejor que podría hacer Alberto es profundizar las diferencias con la oposición, los medios, y los fiscales y los jueces que se niegan a dejar de investigar a su jefa política. Al jefe del Estado no le gusta hablar de planes económicos ni de "albertismo". Pero ante la crisis que va en aumento ¿tendrá en la manga un plan B? Él sigue diciendo que nunca más se peleará con Cristina. Pero ¿qué pasaría si la vicepresidenta decidiera volver a pelearse con él? Lo que sí parece impensable es que este inestable equilibrio perdure los tres años y tres meses que le quedan a esta administración.