El enorme poder del gobierno y su prepotente y arbitraria manera de ejercerlo está poniendo en cuestión la propia lógica del sistema democrático. Solo dos ejemplos contundentes. Uno: ¿cómo puede ser que después de los presuntos delitos que acaba de confesar Sergio Schoklender no haya un solo fiscal o un solo juez capaz de citarlo a declarar para determinar si de verdad existieron y quiénes fueron los responsables? Asalto a mano armada para financiar a la organización humanitaria Madres de Plaza de Mayo, acopio de pistolas, ametralladoras y granadas en la sede de la Fundación e intento de secuestro son solo algunas de las acciones que confesó Schoklender ante Martín Caparrós y me confirmó, con lujo de detalles, en la entrevista radial que le realicé el jueves pasado. Los hechos, además, fueron mencionados por él mismo en el libro que acaba de publicar. Hay quienes pueden argumentar, con razón, que el ex apoderado de las Madres es un mentiroso, un perverso y un delirante. Y que por eso nada de lo que diga es considerado de importancia. Pero en las democracias que funcionan, los delitos se investigan y no importa demasiado quién los reconoce. Solo importa si lo son verdaderos, para luego castigarlos. Es la única manera de vivir bajo el imperio de la ley. El deber de los fiscales y los jueces es averiguarlo. Más tarde, se verá si prescribieron, si son punibles o si hay manera de probar quiénes fueron las víctimas y quiénes los autores. ¿Por qué entonces no aparece ningún magistrado con los pantalones bien puestos? ¿Es tanto el pánico que tienen los fiscales y los jueces federales a la represalia de esta administración elegida de manera legítima pero con un ejercicio autoritario del poder?



El segundo ejemplo es la inminente aprobación de la ley que solo fue diseñada para atacar una sola empresa, Papel Prensa, y que tiene como finalidad evidente controlar la producción de papel de diario para castigar a Clarín y La Nación, y a través de ellos a todo el periodismo crítico. El artículo 32 de la Constitución dice con claridad que el Parlamento no puede dictar leyes que restrinjan la libertad de imprenta. ¿Cómo puede ser que cientos de diputados nacionales y senadores ignoren la Constitución Nacional, bajo la excusa de que Papel Prensa condiciona el mercado? Para regular el sistema, no es necesario aprobar una ley con nombre propio, sino garantizar el acceso al papel en las mejores condiciones para todos. Cualquiera que conozca la industria sabe que la existencia de esta ley solo permitirá que Guillermo Moreno reparta las cuotas igual que el gobierno hace con la publicidad oficial.

 

Todo el mundo sabe que en algún momento Papel Prensa abusó de su posición dominante para debilitar a sus competidores. Pero esto no significa que cualquier administración, para corregir esos errores del pasado, deba ponerla al borde de la expropiación. Aceptarlo y promoverlo es ignorar que, mañana o pasado, irán por “otro enemigo”, con los mismos argumentos falaces que emplean ahora. Para que se entienda bien esto último, hay que detenerse a analizar, con mucho cuidado, por qué Hugo Moyano era considerado, hasta hace poco, el mayor aliado estratégico del gobierno, y ahora se lo presenta como el enemigo público número uno. O por qué Daniel Scioli, un hombre al que Néstor Kirchner y Cristina Fernández recurrieron una y mil veces para aumentar su caudal de votos y su poder, ahora se lo ataca de manera frontal e impiadosa, solo porque las víctimas circunstanciales de su operativo de seguridad durante la asunción fueron los “militantes” de La Cámpora.



Si el ejercicio del poder no responde a una lógica institucional sino al humor de la presidenta o de Máximo Kirchner, ¿cuánto puede tardar en ser elegido como víctima cualquier otro sindicalista, periodista, medio, empresario o dirigente social que no le caiga simpático a la jefa de Estado o a su hijo? Los kirchneristas que todavía hablan en voz baja y en lugares reservados con periodistas que conocen desde hace años están espantados. Uno escuchó, por ejemplo, como Máximo Kirchner “llamaba la atención” a su mamá inmediatamente después del discurso que dio en el encuentro organizado por la Unión Industrial Argentina (UIA). Le endilgaba haberse corrido “demasiado” hacia la derecha, y la emplazaba para que no lo volviera a repetir. Otro me contó que es el propio Máximo quien toma el teléfono para hablar con los “chicos malos” de La Cámpora y pedirles que usen su twitter para insultar a los periodistas que todavía no han sido colonizados por el discurso único del relato oficial. ¿Es el hijo de la Presidenta la figura más influyente del gobierno, después de la propia jefa de Estado? En su Cartas a la Presidenta, Mempo Giardinelli, un kirchnerista inorgánico que habla con voz propia, le escribió a Cristina Fernández que el apoyo de sus hijos como tales está muy bien. Pero que no sería recomendable elevarlos a la categoría interlocutores privilegiados e indiscutibles. ¿O será que, de verdad, la Presidenta está pensando en su hijo como su principal heredero político, más allá de su incondicional amor de mamá? Los camarógrafos del denominado Canal Público no lo saben, pero cumplieron al pie de la letra la orden de mostrarlo, durante la asunción, cada vez que la Presidenta mencionaba al ex presidente Néstor Kirchner.

 

Publicado en El Cronista