Uno de los más graves problemas de este gobierno es que para justificar su existencia, todos los días alimenta el resentimiento y el odio de clase un poquito más. El que mejor y con más brutalidad lo personificó fue Luis Delía, en aquella confesión que le propinó ante los micrófonos al genial Fernando Peña. “Odio tu plata. Odio tu casa, tus coches y tu historia. Odio a la gente como vos, que defiende un país injusto e inequitativo y que vive en San isidro”.

Fernando era de clase media y laburaba como un animal. Murió joven y con lo justo. Entre su herencia más preciada, le regaló a Lanata una gata que todavía vive con Jorge, y no mucho más. Pero volviendo al día de ayer, también el presidente alimenta el odio de clase, al describir el conflicto entre la mamá y los tres hermanos Etchevehere con Dolores Etchevehere como un problema de ricos y entre ricos, como si la posesión de bienes te hiciera una persona peor. Y lo mismo hace el gobernador Axel Kicillof, al igualar a los propietarios en barrios privados con los usurpadores de Guernica o cualquier otro punto del país.

El resentimiento y el odio de clase no lleva a ninguna parte. Además, siempre, tarde o temprano, quienes lo agitan caen en la trampa de sus propias contradicciones. Delía, por ejemplo, hace años que vive del Estado, y no se le conoce actividad en el sector privado. Kicillof, al denunciar a los administradores de barrios privados que no regularizar la situación del predio, termina hablando mal de sí mismo. Porque es el gobierno del Estado el que debería solucionar ese problema. Y el presidente, quien hasta hace poco vivía en Puerto Madero, en un departamento prestado por un amigo, tampoco es un gran ejemplo de productividad ni sacrificio. Si se asumieran como lo que son, inquilinos del poder, gerentes de la política, y no los dueños de todo, este sería un mejor país, y ellos serían recordados como buenos gobernantes. Por ahora aparecen como una contradicción caminando. Además, están jugando con fuego.

Columna de Luis Majul en CNN Radio