Ahora que el presidente Alberto Fernández mandó al psicólogo a un colega porque le comentó que tenía miedo por el crecimiento y la violencia de los casos de inseguridad y Máximo Kirchner criticó a Mario Negri porque hizo lo mismo con unos cuentos diputados del oficialismo, voy a detenerme en las críticas recibidas por haber titulado mi comentario del 26 de octubre pasado: “A Cristina le vendría bien un buen psicoanalista”.
Lo titulé así apropósito de carta que escribió la vice a diez años de la muerte de Néstor Kirchner y su contenido lo ameritaba. A lo largo de 1.800 caracteres, Cristina no había hecho otra cosa que llenarse de autoelogios, no reconocer ni un solo error propio, atribuir la escalada del dólar a los grupos concentrados, criticar al presidente y a los funcionarios que no funcionan. Como si ella no formara parte del gobierno. Como si fuera una dirigente de la oposición. Como si no tuviera la más mínima responsabilidad. Esa perspectiva, más su obsesión de hablar desde un lugar de superioridad moral que, parece evidente, no tiene, sería suficiente como para que cualquier profesional le recomendara unas sesiones de terapia. A los que me atacaron por que entendieron que la mirada conllevaba una cuestión de género, les recuerdo que en algún momento también le pregunté a Mauricio Macri si se psicoanalizaba, y lo mismo hice con el actual presidente, Alberto Fernández. No es un problema de género. Lo suelo recomendar para todos y para todas. Como recomendaría una visita el odontólogo a quienes les duele una muela. De hecho, llevo visitando al psicoanalista, con algunas interrupciones, desde los 21 años, y puedo dar fe que me ha servido, en momentos críticos, para tomar decisiones menos precipitadas y más saludables. Pero no hay que ser un experto para darse cuenta que a Cristina Fernández la atraviesa el resentimiento, y que Alberto Fernández está cada vez más incómodo y agobiado con las chicanas de su compañera de fórmula. Si ambos fueran a terapeutas que les hicieran bien, seguramente tendrían un vínculo mejor y más estables, y los argentinos no tendríamos que estar adivinando si en cualquier momento se puede pudrir todo. Más todavía, de lo podrido que está.