El juez Claudio Bonadío era áspero y no tenía buenos modales. Fue asesor de Carlos Corach, primero en la secretaría legal de la presidencia y después en el ministerio del Interior. Ingresó a Comodoro Py de la mano de sus padrinos políticos, como él mismo se los recordaba, con un cartelito, a los visitantes de su pequeña oficina. Sus colegas, en general, lo miraban con recelo. Antes de morir, trabajó sin descanso en las dos causas que no lo dejaban dormir: la tragedia de Once y los Cuadernos de la Corrupción.
Por razones profesionales, he leído los expedientes de los Cuadernos más de una vez. Hace tiempo que venimos diciendo que quieren pulverizar la causa. Ayer, Joaquín Morales Solá, finalmente lo escribió. Es un ataque artero y multidireccional. Contra la validez de las declaraciones de los arrepentidos. Contra el equipo de técnicos de la AFIP que trabajó en los balances de las empresas. Contra los fiscales Carlos Stornelli y Carlos Rívolo. Contra los camaristas Leopoldo Bruglia y Pablo Bertuzzi que confirmaron los procesamientos de Cristina Fernández, Julio De Vido, Roberto Baratta y 71 empresarios más. Los imputados en el juicio oral que todavía no empezó tienen recursos casi infinitos. Cristina Fernández también. Para terminar de destruir la causa, faltaba que el presidente Alberto Fernández dijera que los arrepentidos fueron instrumentos para perseguir el poder político. Si cae la Causa Cuadernos, caerá el límite simbólico más potente y profundo que diferencia al bien y el mal, en la República Argentina. Bonadío se fue de esta vida con esa convicción. Hay que ignorar a quienes festejaron su muerte. Acumular energía para evitar que el enorme trabajo realizado quede en la nada.