Los que nacimos, crecimos, sufrimos e incluso nos indignamos, por motivos muy atendibles, con Diego Armando Maradona, hoy nos morimos un poco, junto con él. Que cada uno la cuente como quiera. En lo profundo, para mi hay un Diego que fue casi un amigo del barrio: jugué contra los cebollitas, unos minutos en cancha de Baby Fútbol, del club Añasco de La Paternal, cuando ya se hablaba de él como algo sobrenatural. Diego todavía no había cumplido los 13. Y, en mi recuerdo, en efecto, era algo de otro mundo.

Volví a jugar unos minutos contra él un partido superamistoso, en una cancha de 7, de césped sintético, no hace tanto. Su hermano abría una escuelita de fútbol y pasó un par de minutos por la cancha donde estábamos todos. No recuerdo el año exacto. Estábamos muy cerca de los 50, de edad. Cuando me rozó mientras le daba un pase sin mirar a uno que estaba en otro plano de la cancha me dieron ganas de abrazarlo y no soltarlo más, pero había demasiados reporteros gráficos, y me dio un poco de vergüenza. Lo entrevisté varias veces, en uno de los mejores momentos de su vida. Y en uno de los peores también. Sobran los motivos para repudiar muchas de las cosas que hizo con su familia, con sus parejas, y con varias mujeres, sus conversiones constantes en la política, pero ahora mismo no me siento con ganas de levantar el dedo y señalarlo. Como vengo de una generación a la que le cuesta horrores llorar, y mostrarse vulnerable, puedo entender porqué lo percibíamos inmortal. Se había caído y levantado tantas veces, había gambeteado a tanta gente cuando parecía que la pelota estaba definitivamente perdida, que, aún después de la última operación, creíamos que seguiría adelante. Un poco o muy baqueteado, pero siempre vivo.

Ahora que, como casi todos, me estoy despertando de esta pesadilla, me gustaría pedirle al presidente en particular, y al peronismo en general, que no intenten utilizar a Diego para las pequeñas miserias de la política. Ayer, cuando todavía no se terminaba de conocer el resultado de la autopsia, ya había una enorme bandera de La Cámpora, colgada de la reja frontal que separa a la casa de gobierno del público en general. Aflojen con la necrofilia. Y abténganse de desplegar otra cortina de humo. Ya, con la promesa de la vacuna para mediados de enero es suficiente. Ojalá que la vacuna pueda aprobarse y empezar a ser usada cuántos antes. Mientras tanto, dejen a Diego Armando Maradona descansar en paz. Intenten que el velatorio multitudinario no se transforme en un enorme foco de contagio. Y una cosa más: pidan perdón a todos los padres, madres, hermanos y parientes a quienes no los autorizaron a despedir a sus seres queridos. Ni en la Casa Rosada ni en una cama de hospital. Es lo mínimo que deberían hacer, si de verdad son tan sensibles como lo pregonan cada cinco minutos.

Columna de Luis Majul en CNN Radio - 26 de noviembre de 2020