La puesta en escena de la Presidenta para anunciar algo que no es novedoso y que ya se sabía dejó muchas enseñanzas para quienes intentamos comprender los movimientos estratégicos del Gobierno. La más evidente es que Cristina Fernández pretende "malvinizar" la agenda de este año, para que la sociedad y los medios no discutan sobre el ajuste, los aumentos de tarifas de los servicios públicos y los incrementos del boleto del colectivo y el tren en la ciudad de Buenos Aires y el conurbano bonaerense. Es decir: usar el legítimo reclamo de soberanía sobre las islas como una espesa cortina de humo apta para tapar los asuntos más conflictivos. La segunda enseñanza es, en verdad, otra triste confirmación: la que demuestra que la oposición no tiene la más mínima capacidad para evitar las "trampas" políticas que le coloca el Gobierno. Casi todos los dirigentes opositores presentes concurrieron a la cita sin saber a qué iban y se llevaron, como toda recompensa, un "muchas gracias" fuera de micrófono de la Presidenta antes de abandonar el lugar. En términos de imagen, como mínimo, fueron ninguneados. Como máximo, "trabajaron" de aplaudidores. Casi ninguno se atrevió a criticar el llamado, por miedo a que lo interpreten como una posición probritánica. Tampoco nadie esgrimió un discurso diferenciador, porque los opositores no quieren competir con la imagen positiva que todavía esgrime Cristina y porque temen perder más votos todavía si dicen lo que piensan de verdad: que lo del martes fue una gran puesta en escena y que para recuperar la soberanía de las islas hace falta mucho más que desclasificar un informe que ya fue publicado por la desaparecida revista Siete Días, el diario Página 12, el mensuario El Porteño y también en formato de libro durante el año 1988.



La tercera evidencia es que, así como parte del Gobierno prepara el contexto para anunciar, de considerarla necesaria, una reforma que le permita a Cristina Kirchner permanecer en el poder, hay quienes ahora mismo están preparando el gran escenario para hacernos creer a los argentinos que estamos en presencia de una oportunidad única para que Gran Bretaña se vea obligada a sentarse a la mesa a discutir la soberanía de las islas Malvinas. Acompañan la idea analistas como Jorge Castro y Carlos Escudé, desde una perspectiva neutral. Pero la agitan sin disimulo los voceros habituales del Gobierno. La construcción de la idea sigue el patrón exagerado de casi todo lo que difunde la administración nacional. Porque si bien es cierto que la posición relativa de la Argentina para negociar es mucho mejor que hace veinte o treinta años, nada parece indicar que David Cameron se pueda levantar una mañana y anunciar el comienzo del diálogo bilateral. Castro y Escudé sostienen que el ingreso de la Argentina al G-20 y el hecho de que Brasil (ahora la sexta economía del planeta) apoye la negativa a recibir en sus puertos a barcos con la bandera de Malvinas coloca en una posición de relativa debilidad a Gran Bretaña. Ambos consideran, además, que la crisis europea y el crecimiento de los países latinoamericanos aliados de la Argentina harán que la voz de nuestra diplomacia se escuche con más atención en foros internacionales como las Naciones Unidas. Pero de ahí a suponer que el gobierno inglés o los isleños van a moverse un ápice de su posición histórica es pecar de optimismo o generar una expectativa que no se corresponde con la realidad.



Por fortuna, la Presidenta no usó, en su discurso, un lenguaje patriotero ni militarista, y aunque parezca un cliché utilizar la estrofa de John Lennon para ratificar que está del lado de la paz, debería recomendar a su ministro de Defensa, Arturo Puricelli, que se cuide mucho de hablar en términos castrenses. Ayer nomás Puricelli respondió que las Fuerzas Armadas Argentinas están preparadas para resistir una hipotética invasión inglesa en el territorio continental. Las declaraciones del ministro están muy lejos de aquella bravuconada del dictador Leopoldo Fortunato Galtieri ("Si quieren venir que vengan. ¡Les presentaremos batalla!"). Sin embargo, además de innecesarias, no ayudan al principal objetivo del gobierno argentino: sentarse cara a cara a negociar, sin amenazas ni referencias a la guerra.



La última enseñanza del último discurso de Cristina Fernández es que siempre, desde su atril de Presidenta, y sin que nadie nunca le pueda preguntar o poner en duda su palabra, terminará construyendo un relato incompleto, interesado y personalísimo. Una escena donde los medios, en general, siempre serán parciales y casi demoníacos y donde Ella y El siempre habrán estado del lado de los buenos, los rebeldes y los críticos. Omitió recordar, esta vez, la enorme dificultad que tuvieron los medios y los periodistas antes, durante y después de la guerra para obtener información confiable. Soslayó la presión que ejercía la dictadura agonizante para obligar a la prensa a decir que "estábamos ganando". Se olvidó otra vez de recordar a Raúl Alfonsín como uno de los pocos dirigentes políticos que se opusieron a la decisión de ir a la guerra, y quizás el único que utilizó el concepto de aventura loca y peligrosa. Por supuesto, no se incluyó entre la mayoría de los argentinos que apoyaron fervorosamente aquella loca aventura y sí rememoró que se encontraba entre quienes salieron a repudiar la derrota y la mentira una vez que la guerra terminó. Por suerte existen documentos fotográficos y testimonios de dirigentes que conocieron a Néstor Kirchner y que lo recuerdan cerca de algunos militares que, como la mayoría, apoyaron la guerra. En aquellos días oponerse a lo que hacía el gobierno militar argentino era exponerse a ser considerado traidor a la patria. Y sólo unos pocos tenían el coraje y la honestidad intelectual suficiente como para decir, de manera pública o en rueda de amigos, que la denominada gesta de Malvinas iba a terminar en una catástrofe. Recuerdo ahora una noche agitada en el living de la casa de un amigo en común, donde Martín Caparrós, casi solo, discutía contra cinco, que parecían no escucharlo. También recuerdo algunos escritos muy lúcidos de Beatriz Sarlo y no mucho más. Ese era el clima que se vivía en todo el país. Y los más chauvinistas, como siempre, eran los medios públicos.

 

Publicado en La Nación