Mientras vamos derechito hacia los 50 mil muertos y más de 2 millones de contagiados, en el medio de una campaña de vacunación demasiado lenta, una inflación en ascenso, uno de los índices de pobreza más altos de la historia, una abrupta caída del salario y de las jubilaciones y el temor de que el dólar se vuelva a disparar, en el gobierno parecen más preocupados en manipular la fecha de las elecciones, con el objetivo de evitar una derrota, que en llevar alivio para algunos de los gravísimos problemas que tiene la Argentina.
A veces dan ganas de preguntarles: “¿En qué país viven?” En primer lugar habría que formular el interrogante al presidente, quien toda su vida política se jactó de ir a cargar la nafta en su propio auto, para no perder el contacto con la realidad. Es el mismo Alberto Fernández que había dejado trascender que no quería que se piense que le estaba quitando la vacuna a otro, pero se la aplicó igual. El que juró que no volvería a cometer el error de pelear contra el campo, pero que lo sigue esquilmando y amenazando con más retenciones o cupos a la exportación. ¿Qué le estará pasando a Alberto Fernández? ¿Estará siendo atrapado por un síndrome que él mismo describió, el "síndrome del muro de los presidentes en Olivos"?
También habría que preguntarle, todos los días, a Cristina Fernández, ya no en qué país vive, sino en qué galaxia vive. Obsesionada con su plan de venganza a impunidad, imponiendo con prisa y sin pausa a fiscales, jueces y camaristas adictos, desesperada por cobrar tres cheques del Estado que contienen dos jubilaciones de privilegio, presionando a la ANSES para embolsar más de 100 millones de pesos sin pagar ganancias mientras la mínima de los jubilados, de 20 mil pesos, apenas llega a cubrir la mitad de la canasta básica; vacunada fuera de protocolo, un día especial, un domingo - por un enfermero VIP, el viceministro de Salud de la provincia, Nicolas Kreplak-, Cristina gastó, en el Senado, durante 2020, la friolera de 12 mil millones de pesos, seis veces más que Gabriela Michetti en 2019, porque parecía más preocupada en que los sillones de la Cámara Alta tuvieran un tapizado a estrenar, o en pisar una alfombra nueva, que en las cuestiones que todos estamos padeciendo aquí y ahora.
Y por último, también habría que preguntarle en qué país vive a Máximo Kirchner. Es que, desde que el gobierno asumió, puso más energía en ocupar las vacantes de los ministros renunciantes con sus chicos grandes de la Cámpora, negarse a pagar los impuestos de su fortuna presuntamente mal habida que alcanzaría los 280 millones de pesos, impedir la reelección de los intendentes del conurbano y fustigar al jefe de gobierno de la Ciudad, Horacio Rodríguez Larreta, y a María Eugenia Vidal, porque también parece que tiene miedo de perder las elecciones de medio término de este año.
A él, a Máximo Kirchner, además de preguntarle en qué país vive, habría que, de vez en cuando, ubicarlo en tiempo y espacio, como se hace con la gente que se desorienta. Porque parece que el jefe de los diputados del Frente de Todos se auto percibe a sí mismo como la resistencia y la revolución.
Como si no fuera él mismo uno de los más acabados representantes del poder permanente. Un poder que viene haciendo chocar a la Argentina prácticamente desde 1983.
A Máximo Kirchner, también, habría que hacerle dos preguntas adicionales. Una: porqué alienta a su militancia a hacer ese repugnante uso político de la vacuna. Y dos: porque, ya que se auto percibe como un rebelde, un resistente y un irreversible, mantiene silencio cómplice frente a las atrocidades de Gildo Insfrán en Formosa.
Estaría bueno que algún día, Alberto, pero en especial Cristina Fernández y Máximo Kirchner, respondan preguntas de periodistas críticos para aclararnos, entre otras cosas, en qué clase de país creen qué viven.
Que se supone que realmente son.
Si nuestros empleados, nuestros servidores, nuestros representantes, o los nuevos dueños del poder real esta maltrecha Argentina.