Miré y escuché con detenimiento el último discurso de la Presidenta en Rosario, con la libreta de anotaciones en la mano. Esperaba, como muchos, que asumiera la parte de responsabilidad que le cabe en la tragedia de Once al Estado. Anoté cada una de las afirmaciones y los gestos que Ella usó para hablarle al país. Tomé nota de su llanto y de sus reacciones más impactantes, incluido el momento en que se puso a entonar las estrofas que identifican a "la gloriosa Jota P", al ritmo de "Todavía cantamos", la canción que Víctor Heredia transformó en un himno.

 

Me pareció reiterativo pero legítimo que incluyera, para festejar el bicentenario del Día de la Bandera, algunos de los logros de su gestión y también de la de Néstor Kirchner. Me gustó que defendiera -aunque tengo mis dudas sobre su verdadero sentimiento respecto de eso- el derecho de disentir y de opinar. Me pareció bien que alentara la idea de ejercitar lo que se denomina "pensamiento crítico". Considero algo exagerada su afirmación de que algunos integrantes de la oposición y ciertos periodistas criticaron su silencio porque representan algo peor, todavía, que los cuervos y los buitres. ¿No se trata, en todo caso, de una opinión distinta del discurso único que se quiere imponer?

 

Sin embargo, hay dos o tres cosas que convendría no dejar pasar por alto, para no agregar más locura al horror del desastre. Una es la infeliz comparación de la muerte de su compañero con la desaparición de las 51 víctimas de la tragedia de Once. Ella explicó que lo hacía para demostrar que comprendía el vacío, la ausencia y el silencio que representa la muerte del ser más querido. Por supuesto, logró con esa mención el silencio absoluto del público y de los funcionarios, que la escuchaban absortos. La cámara acompañó sus palabras, porque cuando terminó de hacer aquella referencia personal enseguida el director "ponchó" un cartel con la imagen de Néstor Kirchner. También consiguió, después de mencionarlo, que sus chicos de La Cámpora la envolvieran de energía con el ya conocido "Néstor no se murió/ Néstor no se murió/ Está vivo en el pueblo/ la puta madre que los parió". Sin embargo, por su formación política e intelectual, y también por puro sentido común, Ella debería saber que el fallecimiento del ex presidente y el de las víctimas de la estación de Once no son comparables.

 

Primero, porque por más que la militancia pretenda fabricar un relato mítico sobre los detalles de su desaparición, Kirchner murió en la cama matrimonial de un infarto de miocardio. En cambio, la desaparición física de las personas que fallecieron el miércoles 22 de febrero se produjo por la negligencia o la irresponsabilidad de varios actores políticos (entre ellos, funcionarios del gobierno que preside). Habría que agregar que, así como la Presidenta justificó su silencio inicial diciendo que nadie debía esperar de Ella una especulación política ante la desgracia, mezclar su propio dolor personal con el de los familiares de las víctimas bien puede ser considerado algo por lo menos frívolo o forzado. Para citar un ejemplo emblemático: se trata del mismo tipo de mezcla que hacía el ex presidente Carlos Menem cuando argumentaba que tenía derecho de indultar a los miembros de la junta militar de la dictadura más sangrienta de la historia por la única razón de que sus verdugos lo habían privado de la libertad. Para decirlo sin rodeos: el sufrimiento personal no exime a los presidentes de su responsabilidad política.



El otro asunto que no se debe soslayar es que la Presidenta no hizo la más mínima mención ni autocrítica a su desempeño o las decisiones que tomaron sus subordinados. El martes, en Rosario, Cristina Fernández, una mujer de memoria prodigiosa, no recordó, por ejemplo, que el ex secretario de Transporte Ricardo Jaime reportaba de manera directa a su marido. La jefa del Estado no mencionó que ahora Jaime está acusado, en más de una causa, de actuar en connivencia con los empresarios que manejan Trenes de Buenos Aires (TBA). Tampoco recordó que permaneció en su puesto varios meses después, cuando ella ya no era primera dama sino presidenta de la Nación. Estoy seguro de que si algo parecido le hubiera ocurrido a Eduardo Duhalde, a Daniel Scioli o a Mauricio Macri, ella lo habría recordado, porque se trata de un dato duro que no puede ser rebatido con una opinión, por más que se llore, se grite o se patalee.

 

Tampoco se pueden esconder, tergiversar ni manipular las advertencias de la Auditoría General de la Nación, la Comisión Nacional de Transporte y delegados ferroviarios no corrompidos. En El Dueño , por ejemplo, cuya primera edición apareció en noviembre de 2009, hay tres capítulos completos que incluyen informes originales sobre el riesgo de viajar en tren sin el control ni la seguridad mínima. Y en Hablen con Julio, de Diego Cabot y Francisco Olivera, publicado en 2007, se explica cómo funciona el sistema de retornos ilegales que se obtienen de los subsidios que no se invierten en seguridad para el transporte público. ¿Es suficiente que ahora la Presidenta argumente que "no alcanzó la plata" para hacerlo, porque se la usó, entre otras cosas, para devolverle a los argentinos el dinero que había quedado encerrado en "el corralito"?

 

Al menos, hubieran tenido el decoro de cumplir con las promesas que se vienen haciendo desde 2003 para reactivar el sistema de ferrocarriles. La reapertura de los talleres de Tafí Viejo se anunció, con bombos y platillos, más de una vez, y todavía está en veremos. El soterramiento del Sarmiento debía haber estado terminado el año pasado y aún las obras no llegaron ni a la cuarta parte. El megaanuncio del tren bala jamás se hizo realidad, pero el Estado tuvo que pagar, igual, decena de millones de pesos por gastos de auditoría y diseño del proyecto. ¿No podía haberse utilizado ese recurso y semejante impulso político en mejorar la seguridad de los vagones y el estado de los rieles o los sistemas de freno?



La intervención de TBA, el emplazamiento público al juez de la causa para que obtenga los resultados de la pericia, el haberse presentado como querellante en un juicio en el que aparece como corresponsable, no borrará la percepción mayoritaria de que durante los últimos veinte años el Estado no cumplió con su obligación de controlar y prevenir desastres como éste. Menem desguazó el sistema al entregar los trenes a los concesionarios, Fernando de la Rúa no movió un dedo, Duhalde convalidó la desinversión cuando decretó la emergencia, la política de Kirchner privilegió el uso de las rutas y los camiones y convirtió a la Secretaría de Transporte en una caja política, y a Cristina Fernández le estalló una bomba que ni siquiera había empezado a desarmar. Es una locura pedir la renuncia de la Presidenta por lo que sucedió, pero a la historia hay que contarla completa, más allá de las conveniencias políticas y los amigos de negocios.

 

Publicado en La Nación