Si a los periodistas nos quitan el derecho a preguntar, una parte importante de lo que somos y de lo que representamos se va con ese impedimento. Un periodista sin preguntas es como un presidente sin poder o un maestro sin libros. Porque las preguntas son el instrumento más simple y a la vez más potente para obtener información y luego darla a conocer.

Parece una cuestión demasiado obvia como para ser explicada. Pero lo hago de manera deliberada, porque a los máximos responsables del Gobierno no se les puede preguntar nada de manera directa y en condiciones normales. Los dueños de los medios no deberían aceptar que los periodistas que trabajan en sus empresas asistieran a una simulación de conferencia de prensa como la que protagonizaron, por ejemplo, el ministro Julio De Vido y Juan Pablo Schiavi horas después de la tragedia de Once. Primero, porque ese día, más que cualquier otro, había muchas preguntas para hacer y muchas respuestas que dar. Segundo, porque hay muy pocas democracias en el mundo con gobiernos capaces de someter a la prensa a semejante humillación y con organizaciones periodísticas tan débiles como para aceptar en silencio tal destrato. Y tercero, porque prohibir las preguntas, lejos de constituir una forma de vincular de manera directa al Gobierno o a su líder con "el pueblo" -como sostiene Carlos Zannini-, representa un intento burdo de controlar la información y de no aceptar los diferentes puntos de vista que conlleva la formulación de los interrogantes.

Entre algunos intelectuales que conozco, aprecio y adhieren a esta administración existe la interesante idea de que primero Néstor Kirchner y después Cristina Fernández tuvieron el coraje de "abrir el debate" sobre las prácticas periodísticas abusivas. Y que esa "valiente" decisión política incluyó la desacralización del dogma de que la prensa siempre dice la verdad desde un púlpito inmaculado y no contaminado por intereses que transcienden la mera búsqueda de datos y su publicación. Por cierto, comparto, en especial, el último concepto. Es decir: el intento de desacralización. Y hace tiempo -mucho antes de 2003- que aliento la idea de que los lectores, los oyentes y los televidentes no consuman la información y la opinión sin procesarlas ni compararlas con los datos y las interpretaciones de otros medios. Sin embargo, lo que al principio podía ser visto como una movida oficial tendiente a mejorar la calidad de la prensa de la Argentina, terminó transformándose en una enorme coartada del kirchnerismo para limitar las acciones del periodismo crítico, socavar su credibilidad y así poder gobernar sin control ni contrapeso.

Los ejemplos están a la vista y cada vez parecen más burdos: nadie habla con un periodista, ni siquiera con uno "amigo", sin la autorización previa de la Presidenta o el acuerdo de su hijo, Máximo Kirchner; los programas de propaganda no tienen como misión exponer los argumentos y distintas posturas, sino destruir, insultar o descalificar a los colegas que no adhieran al "modelo"; existe un enorme aparato de comunicación estatal que baja "una línea", que es adoptada, de inmediato, por los medios que reciben cada vez más publicidad oficial a cambio de obediencia incondicional.

La tragedia de Once no sólo puso de manifiesto lo anómalo que resultó ver a De Vido y Schiavi hablar sin contestar interrogantes básicos. También empezó a mostrar los hilos con los que la administración de Cristina Fernández maneja a sus títeres para montar su estrategia mediática. ¿Quién no se da cuenta, a esta altura, de que la falta de respuestas al tremendo choque del 22 de febrero pasado es lo que hace que el Gobierno pretenda instalar, en la tapa de los diarios, las amenazas del dictador Jorge Videla o la pelea cuerpo a cuerpo entre la Presidenta y Mauricio Macri por el subte o la idea generalizada de que quien informa u opina sobre la responsabilidad del Estado en la tragedia es un cuervo, un buitre o algo peor? En vez de hacer preguntas "de cajón" a los funcionarios que asisten a los programas oficiales o que los reciben en sus despachos, muchos periodistas cercanos a este gobierno se encargan de "delatar" las supuestas tendencias nocivas de otros colegas.

Sin ir más lejos, el domingo pasado, al analizar mi última columna en La Nacion, un periodista al que sus propios amigos presentan como "un ministro sin cartera", me adjudicó haberme "ilusionado" con que "el dolor de las víctimas tuviera una traducción política". Y me criticó por haber escrito que la catástrofe ferroviaria podría llegar a cambiar el humor de un país entero. También creyó detectar "destellos bélicos" en la escritura, por haber utilizado la metáfora de que a la Presidenta, quizá, le estaban empezando a "entrar las balas" de la crítica social. Como es inteligente y calculador, no llegó a adjudicarme una clara intención "destituyente", pero dejó flotando la sospecha de que podría estar conspirando contra el modelo nacional y popular. A pesar de que inicié la nota con la aclaración de que el término "que le entren las balas" es de uso habitual en la jerga periodística para contar cómo impactan las noticias negativas en la imagen de los presidentes, escribió para la tribuna algo que sólo existe en su mente conspirativa. Por lo demás, es obvio y comprobable que lo que sucedió en la terminal de trenes está afectando al Gobierno. Tan obvio como el dato de que Cristina Fernández estaba ganando las elecciones en primera vuelta mucho antes de las primarias del año pasado (eso también lo escribí y nadie me adjudicó segundas intenciones).

El señalamiento del colega no me produce bronca, sino tristeza. Se trata de alguien que, entre otros, nos marcó el camino sobre cuál debe ser el verdadero rol del periodismo frente al poder de turno. Nos planteó que un periodista de investigación debía tener la misma actitud frente a Raúl Alfonsín, Carlos Menem, Fernando de la Rúa, Eduardo Duhalde o cualquier otro presidente, si durante sus gestiones había actos de corrupción y de soberbia. Jamás nos dijo que debíamos descalificar informaciones o buscar intencionalidad en las opiniones de nuestros colegas. Parece que a esta administración ya no le alcanza con no responder preguntas, enviar de prepo y sin motivos a la AFIP o levantar la publicidad oficial a los medios no adictos. Ahora también nos acusan por opinar. El presidente de la Corte Suprema, Ricardo Lorenzetti, lo acaba de advertir: "No se puede perseguir desde el Estado al que piensa diferente -alertó-. La crítica es parte de la libertad de expresión y no debe ser censurada". Parece una perogrullada, pero en esta Argentina de pensamiento único Perogrullo fue denunciado ante la justicia federal y el Gobierno fue aceptado como querellante.

 

Publicado en La Nación