(Columna publicada en Diario La Nación) Cada tanto, la vicepresidente da un “golpe” nuevo. Como desde que asumió, ella perpetró varios, Daniel Sabsay los suele definir como “microgolpes”. El constitucionalista define sucesivos “microgolpes” a los ataques que Cristina Fernández suele propinar contra los miembros de la Corte; el procurador interino, Eduardo Casal; contra fiscales como Stornelli, o jueces como Julián Ercolini, y periodistas como Daniel Santoro.

El “golpe” de las últimas horas tiene varias particularidades. La primera es que su reacción ante el fallo de la Corte –aunque ampulosa, y en apariencia fuerte y estruendosa– evidencia, por el contrario, cierto infantilismo y una clara debilidad política. Como Cristina exhibe argumentos poco inteligentes para oponerse a un dictamen indiscutible –el que reconoce la autonomía de la ciudad de Buenos Aires–, se termina enojando, y acusa a la Corte de lo que ella misma parece: una golpista de ocasión.

Sin embargo, para generar más confusión, lo hace el mismo día en que pide la nulidad del juicio por el memorándum de entendimiento con Irán, por el que está procesada. Además, instruye a su “grupo de tareas” para que repita sus argumentos superficiales, lo que la deja, todavía, peor parada; en modo “Cruella Deville”. El peor argumento de todos lo presentó, cuándo no, uno de sus incondicionales, el diputado Rodolfo Tailhade. El exespía, desde su cuenta de Twitter, no solo pidió la nulidad del juicio que atormenta a Cristina. También amenazó con enjuiciar al fiscal Taiano; los camaristas Irurzun, Borinsky y Hornos, y el juez federal Claudio Bonadio. Para su desgracia, antes de escribir ese tuit, Tailhade no contó con ningún amigo capaz de recordarle que, más allá de su voluntad, Bonadio no podrá ser enjuiciado, ya que murió de cáncer, en febrero de 2020.

Pero más desopilante es el motivo por los que este personaje los pretende enjuiciar: el “asesinato” del excanciller Héctor Timerman, también fallecido de cáncer. Quienes durante los últimos meses de su vida pudimos hablar en reiteradas oportunidades, cara a cara, con Bonadio, no lo escuchamos ni una sola vez responsabilizar a Cristina y sus subordinados por la enfermedad terminal que terminó doblegándolo. Y eso que utilizaron métodos de hostigamiento cuasi mafiosos, como las amenazas explícitas a su familia. La vicepresidenta, como Tailhade, también suele repetir ese delirante razonamiento cada vez que habla de Timerman. Que no murió, sino que lo mataron. Se trata de elucubraciones más propias de miembros de una secta religiosa que de una fuerza política.

Pero volviendo a los mil y un golpes que cada tanto impulsa la expresidenta, hay, ahora mismo, colegas lúcidos que sostienen que estas apariciones relámpago, lejos de constituir una muestra de torpeza y debilidad, ella las activa para distraer a gran parte de la sociedad. Quitarle la atención de asuntos graves que terminan pasando inadvertidos. Un ejemplo: el aval de la AFIP a su amigo y protector Cristóbal López para levantar la quiebra del Grupo Indalo, lo que le daría un nuevo impulso para recuperar sus empresas (aun cuando la Justicia ya determinó que el dueño de C5N evadió impuestos de manera fraudulenta por el equivalente a mil millones de dólares).

Otro ejemplo, más grave todavía, es el del tarifagate. A esta altura, ya no hay necesidad de explicar cómo afecta el minué de las tarifas la credibilidad del Gobierno en general, la del Presidente y la del ministro de Economía en particular y la de un plan económico que hace agua. Pero lo que sí se debe señalar es que la vicepresidenta ya definió un rumbo económico parecido al que casi hace explotar la Argentina cuando era ella jefa del Estado y el ministro de Economía era Axel Kicillof.

Con sus características básicas de recetas que ya fracasaron, extraídas de un populismo de manual que sirve para ganar las próximas elecciones, pero no hace más que hundir el país, Guzmán ya habría comunicado al Presidente su principal temor: que las intromisiones Kicillof terminen por hacer explotar “la bomba”, antes, incluso de las elecciones legislativas de este año.

El ministro sostiene, en privado, que un nuevo IFE haría subir la inflación, que si no se aumentan hasta un 20% las tarifas de luz y de gas habrá que emitir para pagar subsidios, que la maquinita de hacer dinero no da para más y que las nuevas restricciones por la pandemia van a terminar aplastando el tenue rebote de la economía. Parece que hasta el momento el ministro mantiene, ante el jefe del Estado, su capacidad de convencimiento intacta. Por eso mismo Alberto Fernández le habría pedido que resistiera y se quedara hasta el final. El Presidente no solo habría compartido su diagnóstico. Además, habría argumentado que su salida del ministerio sería interpretada, ya no por los mercados, sino por el resto de la sociedad, como un copamiento liso y llano del gobierno por parte del Instituto Patria, los “chicos grandes” de La Cámpora y la vicepresidenta. O para ponerlo en términos más claros todavía: como un “golpe interno” hecho y derecho. Definitivamente consumado.

El Ministerio de Economía, la Jefatura de Gabinete, el Sistema Nacional de Medios Públicos y el vínculo con los periodistas y los medios de comunicación son espacios de poder que Fernández, todavía, no está pensando en resignar. Prefiere aguantar, incluso, que le digan títere, hombre de poco coraje y presidente disociado de la realidad que que se lo responsabilice por la caída del gobierno que preside.

Si se mirara al Frente de Todos en perspectiva, y con un poco de imaginación, se lo podría ver como un duelo de tres expertos tiradores del Lejano Oeste que permanecen en tensión, todos a punto de disparar, sabiendo que el primer tiro podría precipitar una balacera sin sobrevivientes. Uno de ellos sería Sergio Massa. El presidente de la Cámara de Diputados todavía no puso ni siquiera la mano en la cartuchera. Ni falta que le hace. Los otros dos duelistas saben muy bien que si se va de la coalición es bastante probable que pierdan las elecciones.

A Alberto Fernández, el público le pide que “dispare” de una vez. Que no se deje amenazar. Que, como sheriff del pueblo, haga valer su supremacía institucional y ponga las cosas en su lugar, que para eso lo eligieron. Pero Fernández ya se fue una vez, ya recorrió con su agotado caballo durante años el desierto, y presiente que si usa la única bala que le queda en el tambor puede perder su placa, junto con todo lo demás.

La tiradora que completa el triángulo es Cristina. Alentada por el núcleo duro del pueblo, ya disparó más de una vez; no, todavía, de manera frontal contra Massa, pero sí contra Alberto. También se podría decir que lo hirió, pongamos, en una pierna, un brazo o una mano. ¿Quién se atrevería a pronosticar el final de la película? ¿Alberto “sobrevivirá”? ¿O “perecerá, desangrado”? En la cantina, hay rumores de todo tipo. Está el que afirma que es un duelo de mentirita, que las balas son de fogueo, que los tres ya tienen acordado su futuro inmediato. Que solo hay que prestarle atención a la foto de hoy. La foto de la unidad. La foto con la que van a enfrentar a la oposición y van a volver a ganar con comodidad, como en agosto de 2019. Otros sostienen que ella ya disparó demasiado. Que tarde o temprano, Alberto va a desenfundar y tirar, porque ella no le dejó otra alternativa. Algunos parroquianos –no los suficientes, todavía– empiezan a cansarse de tanta tensión. Es que toda la geografía ha sido atravesada por la pandemia, los contagios y las muertes son de verdad y los duelistas, en vez de ocuparse de lo que deben, siguen jugando al spaguetti western, sin quitarse la mirada de encima.