Es una enormidad echarle la culpa a la Presidenta, en persona, del brutal doble asesinato de Cañuelas o la pérdida del bebe de María Guarachi después del ataque en Ciudad Evita. Pero también es un despropósito que Cristina Fernández no hable de inseguridad, como si no existiera, o que no pronuncie la palabra inflación, como si la suba del costo de vida no fuera uno de los principales problemas de la Argentina.

La coartada del kirchnerismo siempre ha sido victimizarse o polarizar las versiones de los hechos para transformar a los medios en los responsables de lo que el Gobierno no hace o hace mal. Para saber cómo funciona el relato oficial basta con leer los tuits de Luis D'Elía o escuchar, hasta donde se puedan soportar, las largas peroratas del relator Víctor Hugo Morales. D'Elía, en el medio de la indignación de los vecinos de Cañuelas, se preguntó con desconfianza por qué habían matado a los hermanos Massa a quemarropa y no se habían llevado nada. Y Morales dio una clase "magistral" sobre la supuesta exageración de los periodistas de Todo Noticias al cubrir la reacción de quienes exigían la presencia de la intendenta, pero no se detuvo ni un segundo a profundizar en el eje del asunto. Es decir: el aumento de la inseguridad y el crecimiento de la crueldad al delinquir.

Por su parte, la Presidenta, ¿está confundida, mezcla los hechos de manera deliberada y vive aislada de la realidad? Todavía no entiendo qué quiso decir la semana pasada cuando, al hacer mención del accidente en el que fallecieron nueve gendarmes, expresó: "Si querían un muerto, ¡ya lo tienen!". ¿Por qué equiparar las muertes en accidentes con las de luchadores sociales víctimas de la represión como Kosteki y Santillán? ¿Por qué insistir sobre la falsa idea de que el ex presidente Néstor Kirchner murió como un mártir o un héroe, si el parte médico confirmó un paro cardíaco, luego de que se le taponó el stent?

Igual procede el Gobierno con los datos de la economía. En vez de preguntarse por qué todos los números vienen para abajo, los economistas oficiales y los periodistas económicos que simpatizan con "el modelo" se dedican a hablar de los pesimistas que pronostican una futura recesión. Hace muy poco, uno de ellos, muy formado, en vez de analizar la caída de la recaudación, la baja en la venta de autos y de maquinaria agrícola o el brusco parate inmobiliario, se dedicó a despotricar contra quienes, asegura, hablan de la próxima crisis porque, en el fondo, la desean.

Es probable que ciertos economistas y consultores esperen las malas nuevas para probar que no están equivocados o agiten las estadísticas negativas porque pertenecen a la oposición. Sin embargo, ni una mirada ni la otra servirán para ocultar la única verdad tangible. Porque, excepto el precio de la soja, que romperá nuevos récords gracias a la sequía en los EE.UU., los números de la economía demuestran que el crecimiento se interrumpió, que la desaceleración ya comenzó y que no hay señales que permitan imaginar un futuro inmediato un poco mejor. Es más, la importante baja de la demanda laboral y del índice de inversión directa demuestra que los agentes económicos no son optimistas sobre el futuro argentino. Y también lo prueba el índice de confianza del consumidor, que hasta 2011 estaba por las nubes, pero viene bajando cada vez más rápido desde octubre del año pasado, cuando a Guillermo Moreno y Ricardo Echegaray se les ocurrió implantar restricciones a las operaciones en dólares.

Una tarde, antes de renunciar a su puesto, Alberto Fernández me contó su teoría sobre el sistema de aislamiento de los presidentes argentinos. El cree que es muy difícil, por no decir imposible, para un jefe de Estado "saber lo que está pasando en la calle de verdad" desde la Casa de Gobierno o la quinta de Olivos. Explica que el único contacto obligatorio que tiene, por ejemplo, Cristina Fernández en la Rosada es con el granadero que la debe saludar cada vez que ingresa por la explanada. Que la información no le llega desde los medios originales, sino a través de un resumen de prensa que nunca contiene las notas completas, sino una síntesis editada por los responsables del área de Prensa. Que sus colaboradores inmediatos no suelen hacerle reproches ni llevarle problemas. Que más bien tienden a adularla y a convencerla de que todo lo que dice y hace es casi perfecto. El ex jefe de Gabinete considera que el hecho de que la jefatura de la quinta de Olivos se encuentre a varios metros de la Avenida del Libertador y protegida por un muro "encierra y aísla" todavía más a la jefa del Estado. "Desde el lugar donde duermen los presidentes es imposible, por ejemplo, escuchar los cacerolazos", explica. También piensa que si a esto se suma que Ella jamás viaja en un avión de línea ni comparte la espera con otros argentinos en los aeropuertos, la posibilidad de encontrarse con un ciudadano que le diga en la cara lo que piensa sobre cómo gobierna es igual a cero. Al relato de Fernández hay que agregar, para actualizar el diagnóstico, el dato de que cada vez que Cristina encabeza un acto oficial en un estadio cerrado o al aire libre, la guardia pretoriana de "los chicos de La Cámpora" la hacen sentir tanto o más importante que la propia Eva Perón, y no existe la más mínima posibilidad de que alguien le haga llegar un reclamo, un pedido o una queja.

Muchos analistas políticos tradicionales están seguros de que cuando la Presidenta dice que en Europa se sorprenden de que en la Argentina se acuerden paritarias por encima del 20 por ciento sin mencionar que la inflación es de más del 25 por ciento, Ella está mintiendo a sabiendas. Sin embargo, creo que Cristina Fernández prefiere repetir la información recortada o disfrazada, tal como se la suministra, por ejemplo, Guillermo Moreno (alguien que siempre tiene una solución a mano, y también las pruebas de la próxima conspiración en marcha para voltear a este gobierno nacional y popular).

Al principio de su gestión, el ex presidente Kirchner solía escaparse de la custodia para ir a tomar un café al Tortoni o al Hotel Intercontinental con algún ministro, un secretario de Estado e incluso algún periodista en quien confiaba. Lo mismo hacía cada vez que viajaba a Río Gallegos, hasta que un prolongado conflicto docente lo hizo cambiar de opinión. Kirchner pensaba que salir a la calle era una manera de no perder contacto con la realidad, porque el poder desinforma, embrutece y genera una cierta omnipotencia. Quizás haya llegado el momento de que alguien le diga a la Presidenta que existe otro país, más allá del pequeño mundo donde suele moverse.

 

Publicado en La Nación