(Columna publicada en Diario La Nación) A su modo (y sin pretender asimilarla a la tragedia que padece Ucrania desde la invasión rusa), la Argentina también está “en guerra”. Y viene perdiendo todos los días, aunque no se vean tanques, helicópteros, misiles, drones turcos ni edificios ni escuelas destruidos por los bombardeos. Se podría decir, incluso, que nuestra última “guerrita” comenzó en marzo de 2008, al compás del conflicto con el campo, cuando dirigentes autoritarios y paranoicos, Néstor Kirchner y Cristina Fernández, dividieron al país en dos, inaugurando oficialmente “la grieta”. Desde ese momento, colegas, amigos y familias enteras se enfrentaron, se aceleró el deterioro social y económico, la pobreza se multiplicó, los niveles de calidad de la educación se desplomaron y el país se volvió cada vez más chiquitito, hasta tornarse insignificante.

Entre 2015 y 2019 hubo un fallido intento de detener la hecatombe, conectarse con el mundo, normalizar la economía y empezar a crecer, sin enfrentamientos cuasi religiosos. No prosperó, entre otras razones, porque los responsables de la administración equivocaron el diagnóstico inicial, no blanquearon ante la población la verdadera magnitud de la crisis y subestimaron la capacidad de daño del kirchnerismo. Se quedaron quietos, esperando que la realidad “se acomodara sola”. Cometieron dos gravísimos errores. Uno: no impusieron, de entrada, las reformas estructurales que la Argentina necesitaba. Dos: tampoco dieron la “batalla cultural”. La lucha por “el relato”. No supieron ni pudieron explicar por qué ni para qué tomaban las decisiones.

Las 14 toneladas de piedras que les arrojaron los dirigentes K a las fuerzas policiales en la Plaza del Congreso, en diciembre de 2017, para tratar de evitar la aprobación de la ley previsional, y las acciones de la “micromilitancia” opositora, activadas desde el mismo inicio del gobierno de Macri, son apenas dos muestras de por qué el peronismo, parado en el lugar de la falsa “resistencia”, pudo volver al poder en diciembre de 2019. El último gobierno no peronista también perdió la “batalla” que se celebró dentro del Estado. La “guerrilla urbana” contra la gestión. Un solo botón de muestra: entre la victoria de Cambiemos y la asunción de la fórmula, el kirchnerismo y sus aliados incorporaron al Estado decenas de miles de empleados. Cuando se dieron cuenta de la magnitud del error, después de la paliza electoral de las PASO de 2019, los leales a Macri intentaron corregir todos los pifies juntos, y lograron una “remontada épica”: no les alcanzó para evitar la derrota en primera vuelta.

Pero la Argentina no es Rusia ni Cristina es Vladimir Putin, aunque ella se siente identificada y lo admira profundamente. Sí se puede comparar, salvando las dimensiones de los países que gobiernan, la formación de cada uno y el contexto en el que toman las decisiones. Hay algo muy claro que los asocia: su condición de “psicópatas políticos”. Putin justifica la sangrienta invasión porque, afirma, quiere desnazificar a Ucrania. Se trata de la misma persona que mandó a envenenar y encarcelar a opositores, periodistas, homosexuales y cualquier ciudadano ruso más o menos relevante que se atreva a denunciarlo. Cristina, quien durante sus dos gobiernos dividió, empobreció y endeudó a la Argentina más que cualquier otra administración, quiere hacernos creer que su gestión fue casi milagrosa, y que todas las desgracias del país fueron culpa de Macri.

Otra conducta muy notable hace parecidos a los mandatarios. El presidente de Rusia amenaza todo el tiempo a sus enemigos y adversarios con iniciar una guerra a gran escala, o usar la opción nuclear. “El poder del loco” lo llaman en tiempos de guerra. El mismo que le adjudicaron a Adolf Hitler durante la Segunda Guerra Mundial. Cristina, Máximo y sus aliados, en otra escala, más módica, desde el minuto uno, tomaron como “rehenes” al presidente Alberto Fernández primero y al resto de los argentinos después. Se colocaron en el lugar simbólico de quienes están en condiciones y pueden apretar el botón rojo que destruye todo. En realidad, no bien asumieron, fueron muy exitosos en romper casi todo lo que tocaron. Desde los miles de muertos que supieron conseguir al no firmar en tiempo y forma el contrato con Pfizer hasta el cierre total de la economía y las escuelas como única alternativa para combatir el Covid.

¿Los “psicópatas políticos” terminarán prevaleciendo? Por supuesto, es demasiado pronto para decir que Putin perderá la guerra. Por lo menos, mientras siguen muriendo civiles y personas inocentes en distintas ciudades de Ucrania, y cientos de miles de familias tuvieron que dividirse y huir. En este sentido Cristina, a Putin, se le anticipó. Parecería que podría estar perdiendo su pequeña guerra personal. Porque después del malabarismo que entronizó a su “títere”, desde el primer día, se le vieron los hilos a la otra marioneta: el consabido jueguito de ser oficialismo y oposición. Del policía bueno y la policía mala. Perpetrar, como escribió el domingo en su brillante columna Jorge Fernández Díaz, el “crimen perfecto”: quedarse con el capital simbólico de ser considerada una abanderada contra Estados Unidos y al mismo tiempo permitir, con su silencio, que se apruebe el acuerdo con el Fondo. Seguir manejando las multimillonarias cajas del Estado y en simultáneo despegarse de las políticas de ajuste. Y esto se extiende, también, a lo personal. Por hacerles creer a sus fanáticos que ella siempre estará del lado de los pobres mientras disfruta de su fortuna y de sus viajes personales en aviones oficiales pagados con nuestros impuestos. A propósito: Putin también es multimillonario, aunque su fortuna se cuenta en miles de millones de euros.

Pero acá no termina el juego de las coincidencias, las comparaciones y las diferencias. Porque Cristina soñó, como el presidente de Rusia, con la reelección eterna. Y no lo pudo lograr. Sin embargo, Putin tendría asegurada su permanencia, por lo menos, hasta 2036. Luego: el “criminal de guerra ruso” juega en el tablero de la política mundial, y es probable que haya previsto y asumido las consecuencias de ser juzgado por un tribunal internacional, igual que, en su momento, los jerarcas del régimen nazi. En cambio, la vicepresidenta, a pesar de la promesa de Alberto, todavía sigue desfilando por los estrados de Comodoro Py, y tendrá que responder por las acusaciones de corrupción en los tribunales orales.

Todas las demás analogías se pueden trasladar a la economía propiamente dicha. Los bonos argentinos, en el mundo, valen todavía un poco menos que los bonos de Rusia o de Ucrania. El riesgo país de la Argentina es más alto que el de ambos países. En la Argentina no hay una guerra, pero hay cepo y corralito, como rige en Rusia desde el minuto uno de la ocupación de Ucrania. Sin embargo, en nuestro país, aunque no suene la sirena que prenuncia un nuevo ataque, la inflación sigue creciendo sin prisa y sin pausa, junto con la pobreza, que se volvió “estructural”. De hecho, se espera que la inflación de marzo se acerque al 5% y la de este año termine por encima del 60%, rompiendo su propio récord y colocando a la Argentina como el campeón mundial del aumento del costo de vida, después de Venezuela. No por casualidad todo los días miles de chicos y chicas se quieren ir del país. Son, en general, los mejor preparados para enfrentar el mundo. Los impulsan la incertidumbre y la sospecha de que aquí el futuro ya no existe. De que todo lo que venga puede ser, todavía, peor. Como si, de algún modo, estuviéramos en guerra. En manos de dirigentes irresponsables y sin empatía.

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