Odio, resentimiento y ánimo de venganza. Eso es lo que transmite la presidenta Cristina Fernández cada vez que habla por cadena nacional o tuitea. El pasado lunes la vi y la escuché con detenimiento, una vez más. Presentaba créditos del Bicentenario. Anunciaba la suba del mínimo no imponible y el aumento del mínimo para los jubilados y pensionados, a partir de marzo. Por las características de los anticipos, el tono debió haber sido más apacible y componedor. Pero no hubo caso. Todo el tiempo se filtraba un sentimiento de rencor hacia el mundo exterior. En un pasaje de su monólogo, Ella le dijo a un grupo de argentinos que vivían en la calle y que serían beneficiados con viviendas construidas en una cooperativa financiada por el ministerio de Alicia Kirchner que no debían agradecerle. Que era obligación del Estado procurarles un techo. Y de inmediato se dirigió a los presentes y destacó: qué agradecidos son los que menos tienen. Y qué desagradecida, soberbia e intolerante es la gente a la que le sobra la plata. Todo el tiempo, agregó, esta presidenta tiene que soportar insultos, agravios y descalificaciones de ese tipo de gente. Enseguida los chicos de La Cámpora canturrearon lo que le harían a cualquiera que se atreviera a tocar a Cristina Fernández. Ella primero les pidió calma. Después les aclaró que el único que la podía tocar era Néstor Kirchner, y que ya no estaba más. Les agradeció, de todos modos, la lealtad y su actitud de defensa personal, incluso física. Explicó al resto de los presentes que es bueno sentirse defendida por si pasa cualquier cosa. En no más de un minuto y medio, puso a los asistentes, y también a los miles de personas que la escuchaban y la veían, en una escena virtual de lucha de clases, como si la Argentina estuviera a principios de los años setenta.

 

Fue un verdadero delirio. Algo a lo que nadie se debería acostumbrar. Un gesto de suma violencia. Violencia verbal, pero violencia al fin. Digámoslo de una vez: muy pocos dirigentes o periodistas, en este país, la agravian, la descalifican o la insultan. O no lo hacen más que con cualquier otra figura pública. Sí insultan, agreden o descalifican algunos comentaristas de las redes sociales, con la misma liviandad, mala educación y rencor con que lo practican los seguidores oficiales pagos o espontáneos. Pero la jefa del Estado no es una forista ni una cíber-K ni usa un nickname. Y la afirmación de que los pobres son agradecidos y los que no tienen inconvenientes económicos son insolentes y agresivos no tiene ninguna base estadística ni científica.

 

Alguien que la quiera de verdad debería pedirle a la Presidenta que se detuviera. Que pusiera un límite a la agresión contra todo el que no esté a favor de su proyecto. Que le explicara, por ejemplo, antes de que sea tarde y empiece a enviar tuis o cartas, que las afirmaciones del monologuista Enrique Pinti contra el cepo cambiario deben ser puestas en el contexto de su forma de hablar. De hecho, Pinti, desde hace un par de años, decidió dejar de criticar al Gobierno como lo hacía antes, con mucha acidez y asiduidad. Ahora el artista debe de estar temblando, rogando para que sus afirmaciones y la respuesta de Aníbal Fernández no pasen de ahí. Deseando que no se transformen en un tema nacional e internacional, como pasó con la duda de Ricardo Darín, quien tuvo "el atrevimiento" de preguntar cómo se había enriquecido la mayoría de la clase política, y también la presidenta de la Nación. A propósito: todavía me duran la impresión y la tristeza por la desproporcionada respuesta de la jefa del Estado a Darín. Pobre Ricardo. Tuvo que volver sobre sus pasos. Sintió confusión y miedo. Quizás un miedo distinto al que sintieron miles de personas durante la dictadura. Pero sí un temor fundado y bien real. Para que se entienda con claridad: el enorme aparato del Estado contra un actor y su familia. La seguridad de que ningún director de cine que reciba un crédito del Incaa lo va a volver a llamar. La sospecha de que la AFIP lo va perseguir o ensuciar como a Eliseo Subiela. El terror a que vayas caminando por la calle y te griten cipayo, gorila, fascista o golpista, la peor acusación que te pueden hacer a treinta años del retorno de la democracia.

 

La Presidenta, en vez de enojarse tanto, debería haber ordenado a su jefe de Gabinete que repudiara el escrache anónimo y nacional que hicieron contra Jorge Lanata, otra forma cobarde y miserable de meter miedo y generar violencia. Otro mensaje contundente y definitivo para quienes se atrevan a investigar actos de corrupción gubernamental o a opinar distinto al gobierno nacional.

 

Algo parecido van a hacer a partir de ahora contra quienes pretendan suceder a Cristina Fernández. En efecto, éste será el año de los "carpetazos". Me lo dijo un ex ministro de este gobierno con quien me encontré en uno de los balnearios de la costa atlántica argentina inmediatamente después de que la Presidenta desempolvó un viejo expediente judicial contra Darín. "Vamos a ver si Daniel [Scioli] y Sergio [Massa] se bancan una campaña [sucia] de verdad", agregó. Cristina Fernández quiere que el gobernador de la provincia y el intendente de Tigre acumulen imagen negativa. También quiere que se definan. "Que digan si están con el proyecto o contra el proyecto", emplazó el exaltado funcionario.

 

Lo más triste y grave de todo es que la política del carpetazo y el miedo es doblemente exitosa. Sirve para hacer callar a quienes tienen pensamiento propio y, al mismo tiempo, consigue desviar la atención sobre los asuntos importantes de verdad. El ruido alrededor de Darín no alcanzó para que la Presidenta respondiera la pregunta del actor. Y la verdad es que la respuesta que le dieron al juez Norberto Oyarbide fue, por lo menos, insuficiente. Ni siquiera contó con los elementos básicos para probar la acumulación legítima del patrimonio, como el saldo de las tarjetas de crédito o las boletas de los plazos fijos que fueron declarados. Tampoco, hasta el día de hoy, nadie en el Gobierno explicó con claridad a los argentinos por qué se implementó el cepo cambiario, mientras el dólar paralelo mantiene una brecha superior al 50% por sobre el oficial.

 

Es casi imposible, en estas circunstancias, discutir sobre cuestiones políticas o sobre las decisiones oficiales. Opinar que el acuerdo con Irán es un retroceso en la búsqueda de justicia por el atentado contra la AMIA es para el Gobierno casi un sacrilegio. Comparar la actitud de Dilma Rousseff frente al desastre de la disco de Santa María, Rio Grande do Sul, con la de Néstor Kirchner frente a Cromagnon y la de Cristina Fernández ante la tragedia de Once equivale a un insulto. La Presidenta, que se fue del bloque de senadores menemistas en 1997 porque no quería ser una recluta, ahora alienta la persecución contra los que no piensan como ella o se atreven a cuestionarla. Es triste, porque contagia de odio a muchos de sus seguidores. Y porque el resentimiento dejará una marca tan profunda como la huella que dejó el menemismo en materia económica, social y cultural.

 

Publicado en La Nación