Cristina Fernández de Kirchner parece tener una enorme confusión entre su rol institucional y su drama personal. De otra manera, no se puede entender cómo insiste en comparar la muerte de su marido, Néstor Kirchner, con la tragedia de Once, que dejó 51 muertos y más de 700 heridos.

 

Es necesario repetirlo una vez más: el expresidente murió porque se le tapó el stent, y todavía hoy su médico personal cree que esto pudo haber sucedido porque tomó un medicamento que anuló la acción de otro imprescindible. En cambio Once nunca debió haber pasado. Se pudo haber evitado. Y aconteció porque el gobierno y los empresarios que operaron el servicio hicieron negocios sucios con los subsidios, ayudaron a destruir el sistema ferroviario que había empezado a desmantelar el gobierno de Carlos Menem e ignoraron las múltiples advertencias de los organismos de control y los expertos. Una explicación lógica del equívoco de la Presidenta podría ser que, desde el primer momento en que expuso su dolor ante la desaparición de su compañero, su empatía con los argentinos fue creciendo hasta su histórico triunfo en octubre de 2011, con el 54 por ciento de los votos. Otra, más psicológica, es que Cristina Fernández todavía no tuvo tiempo de completar su duelo personal, y por eso sobredimensiona su dolor y lo coloca en el mismo lugar de un desastre del que ella, como jefa de Estado, también es responsable.

 

Alguien que formó parte de su gabinete y que hace terapia psicoanalítica me dijo que él está seguro que ella no cumplimentó las etapas tradicionales del duelo. Y que por eso, de vez en cuando, esté donde esté, se encierra durante un par de horas a llorar, de manera desconsolada, hasta que se recupera y continúa con su vida de jefa de Estado.

 

A la espesa mezcla de compañera dolorida con Presidenta que debe llevar sobre sus espaldas la carga de la responsabilidad de gobernar la vienen revolviendo con insistencia quienes se ocupan de su imagen. La primera vez que decidieron probar fue durante el primer discurso público después de la muerte de Kirchner en su casa de El Calafate. Fue grabado y muy breve. No duró más de tres minutos. Se emitió por cadena nacional y los responsables decidieron no editar la parte en la que ella se quebró y no pudo seguir hablando. A partir de ese momento y hasta que cerró la campaña de 2011, en cada discurso, en cada aparición pública, frente a cada cámara de televisión, no dejó de nombrar a su marido y recordar anécdotas de pareja o familiares. De hecho, algunas de las que todavía figuran en la web de Presidencia de la Nación, aparecen como demasiado fuera de lugar, si se las lee hoy, con detenimiento y sin el perfume de aquel dolor personal y reciente.

 

Al mismo tiempo, su imagen positiva y su intención de voto fueron creciendo mes a mes y determinaron, por ejemplo, que Mauricio Macri desistiera de enfrentarla, porque Jaime Durán Barba le explicó, con los números en la mano, que era imposible ganarle a una viuda a la que casi todo el país se mostraba dispuesto a ayudar.

 

Lo mismo sucede con el luto. No hay reglas protocolares ni emocionales para llevarlo. Pero casi dos años y medio parece demasiado, aquí y en cualquier parte del mundo. Es decir: lo que en su momento pudo haber sido considerado empático y aceptable, hoy podría ser entendido como innecesario y exagerado.

 

¿Fue la creencia de sus asesores lo que hizo que la jefa de Estado, horas después de la tragedia de Once, en Rosario, volviera a superponer la pérdida de su marido sobre la autocrítica que le cabía al gobierno por el deterioro del sistema ferroviario? ¿Habrán pensado, sus expertos amigos, que así como exponer su legítimos sentimientos personales terminó siendo muy beneficioso para la campaña también podría servir para que los argentinos olvidaran lo que pasó y por qué pasó el tremendo accidente del 22 de febrero del año pasado?

 

La historia política de Néstor Kirchner y Cristina Fernández demuestra que ninguno de los dos tuvo respuestas adecuadas ante hechos trágicos que dispararon un cuestionamiento sobre su eficiencia y su responsabilidad como gobernantes. El expresidente entró en pánico en abril de 2004, cuando confirmó el nivel de adhesión que había alcanzado el acto convocado por Juan Carlos Blumberg, el padre de un chico asesinado por sus secuestradores en la provincia de Buenos Aires. Tampoco dijo ni una palabra después del desastre de Cromañón y se encargó de despegarse todo lo que pudo del exjefe de gobierno de la Ciudad, Aníbal Ibarra. Es más: en la Casa Rosada todavía sostienen la falsa idea de que en otros países no le echan la culpa al gobierno de turno por un accidente ferroviario cuya investigación judicial todavía no dictó condenas. Se trata de una mirada por lo menos superficial, aunque también se la podría considerar cínica.

 

Por lo menos desde 2007 se sabe, porque se publicó, que los subsidios al transporte estaban sospechados de corrupción. Que el secretario de Transporte, Ricardo Jaime, había sido señalado una y otra vez como receptor de coimas y dádivas que eran aportadas, entre otros, por los operadores del Sarmiento y otras empresas de colectivos. Un exministro y reiterado candidato electoral que volvió a la administración nacional no hace mucho me dijo que él vio, más de una vez, en la antesala del despacho presidencial, cómo Jaime entraba con un bolso de cartero a encontrarse con Kirchner, vaya a saber para qué.

 

Hay un expediente abierto por los viajes que la empresa de los Cirigliano pagó a Jaime y otros a Brasil y otros destinos. Jaime no solo tenía línea directa con Néstor. Además continuó manteniendo su cargo durante la primera etapa de la presidencia de Cristina. Al mismo tiempo, los sindicalistas honestos y no prebendarios de los distintos gremios ferroviarios le advirtieron, una y otra vez, al gobierno nacional, que un día podía suceder un Cromañón por el estado de las vías y de las formaciones.

 

¿Por qué Kirchner y la Presidenta los ignoraron? ¿Por qué Cristina Fernández eligió el silencio en vez de asumir su responsabilidad política? Ningún dolor personal podrá ocultar la parte que le toca. Es bueno que el ministro Florencio Randazzo trabaje para mejorar el servicio, aunque todavía en el Sarmiento se siga viajando igual o peor que hace un año. Sin embargo, Once, más que ningún otro hecho, será el que la Presidenta debería asumir como su más grave error, de manera pública, antes de ponerse a pensar en una nueva reelección.

 

Publicado en El Cronista