No hay manera de que la presidenta Cristina Fernández de Kirchner pueda recuperarse, enseguida, del golpe a su proyecto y a su ego político y personal que le acaba de propinar la designación del Papa Francisco. No es que su intención de voto vaya a bajar de la noche a la mañana. O que la oposición, de forma instantánea, pueda encontrar ahora mismo el camino para ponerle límites y ungir a un candidato ganador. Se trata de algo más profundo y de mayor envergadura. Un hombre sencillo, austero y muy inteligente, de impecable formación, acaba de colocarse muy por encima de las pequeñeces ideológicas y narcisistas de la jefa de Estado y su grupo de incondicionales. La verdadera medida de la desigual confrontación fue revelada el mismo día en que lo supimos todos. Mientras el mundo y la abrumadora mayoría de los argentinos no podíamos terminar de creer lo que estaba sucediendo, Cristina Fernández, desde Tecnópolis, de manera fría, distante y con cierta arrogancia, parecía sugerirle a Francisco de qué manera tenía que gobernar a más de los mil doscientos millones de católicos practicantes que tiene el planeta. Y sus chicos de La Cámpora la terminaron de complicar todavía más cuando respondieron con chiflidos la mención que hizo la Presidenta sobre Bergoglio. Con la misma pequeñez actuaron sus más fieles adherentes en la cámara de Diputados nacionales y en la Legislatura de la ciudad de Buenos Aires. Las reacciones de productores como Diego Gvirtz o periodistas que se definen como militantes forman parte de la misma miserabilidad.


¿Por qué digo que no podrá recuperarse enseguida, con una foto junto al nuevo Papa, o la orden estricta de dejar de denunciarlo, criticarlo o perseguirlo, por temor al fuerte rechazo popular que genera enfrentarse a él? Porque a la verdad se la puede maquillar durante un tiempo, pero siempre, tarde o temprano, se impone. De la manera más inesperada. Y no hay plan de marketing que pueda detenerla. En el caso de Jorge Mario Bergoglio los elementos son abrumadores. El no eligió la opción de los pobres como parte de un discurso para “vender” un “proyecto nacional y popular”. Él hace años que vive como un pobre más, por encima del discurso o el cálculo político. No fue simbólico el acompañamiento del entonces arzobispo de Buenos Aires a los familiares de las víctimas de Cromañón o la masacre de Once. Hay decenas de testimonios que confirman que Él les dedicó su tiempo. Los escuchó. Los contuvo. Lloró con ellos. Susana Trimarco, la madre símbolo de la lucha contra la trata de personas, lo recordó como un hombre comprometido con la causa. Todos los días se revelan nuevas historias sobre escenas que él no se encargó de difundir. No hay manera de tergiversarlas o adulterarlas. Se van construyendo con el paso del tiempo.

 

Lo mismo vale para Cristina Fernández de Kirchner. No se la puede definir como una persona sencilla o austera. Ella no supo, no pudo o no quiso acompañar a las víctimas del accidente del Sarmiento inmediatamente después de la masacre. Tanto ella como el expresidente Néstor Kirchner se mantuvieron muy lejos del dolor de Cromañón. Los números de la supuesta lucha contra la pobreza, la marginalidad y la inseguridad que se publicita a través de los videos de propaganda de Fútbol para Todos son por lo menos discutibles. Incluso las estadísticas positivas son retocadas hacia más arriba, lo que coloca bajo sospecha a toda la información. No hay fotos, ni viejas ni actuales, de Cristina visitando barrios villeros, junto al padre Pepe o a cientos de sacerdotes que hablan poco pero hacen mucho. Y no hay photoshop o relato que puedan hacerlas aparecer. Sí hay datos, expedientes judiciales y estadísticas que prueban cómo creció la fortuna de los Kirchner mientras ellos seguían cobrando como funcionarios públicos. También se impone la cruda evidencia de que el juez Norberto Oyarbide cerró la causa por enriquecimiento ilícito sin investigar, y sin pedir al contador del matrimonio, los comprobantes de los depósitos a plazo fijo ni los resúmenes de las tarjetas de créditos, como debería haber hecho cualquier magistrado en cualquier caso.

 

El problema, entonces, no es que el kirchnerismo haya elegido en su momento a Bergoglio como su enemigo, porque aparecía como funcional a su proyecto político. El problema es que Él, a partir de su asunción, representará siempre, si no aparece un hecho sorpresivo, todo lo contrario a lo que representa la jefa de gobierno. Y eso incluye también a la política, aunque el Papa no forme parte de la interna en la que lo quisieron mezclar. La vocación de diálogo y consenso frente a la prepotencia y el autoritarismo. La humildad de los pequeños gestos contra el narcisismo del poder. El desprendimiento de la riqueza frente a la ostentación de los instrumentos para someter a los adversarios. Las breves homilías versus los monólogos interminables. La escucha y el silencio de la meditación como contraposición a los gritos y los gestos disciplinarios. Unas pocas veces Cristina Fernández mostró su parte humilde y sensible. Fue durante la campaña que la convirtió por segunda vez en Presidenta en octubre de 2011. Dijo, palabras más, palabras menos: “Ayúdenme, porque sola no voy a poder”.

 

Esa aparente vulnerabilidad generó todavía más empatía entre ella y la mayoría de los argentinos. Sin embargo, después de su histórico triunfo, con el 54 por ciento de los votos, la mayoría de sus palabras y de sus acciones tomaron la dirección contraria. Y no solo eso. Se reflejaron sus dirigentes más cercanos. Así se construyó la imagen de una Cristina poderosa, invencible y distante a la que no le puede llegar a los talones ningún opositor y tampoco ningún periodista. La más influyente. La mejor de todas. Una mujer blindada que solo comunica y no responde a entrevistas ni reportajes y celebra actos políticos con una guardia de militantes que le impiden cualquier contacto con la realidad. La dueña de un sistema de poder pensado para someter, a través de la caja, a gobernadores, intendentes, empresarios, sindicalistas dueños de medios y ahora también a jueces y fiscales, porque a nada lo consideran ajeno, manipulable o presionable. Pero el Papa está fuera de la órbita de su accionar. Muy por encima de la Presidenta y de sus operadores. Y cada cosa que diga o que haga la afectará aún más, por más que no quiera transformarse en el gran opositor. No hay manera de escaparle a eso. A menos que Ella se deje seducir por los misterios de la fe y se transforme en una mujer sencilla, humilde, justa, no vengativa, austera y agradecida, de la noche a la mañana. E irradie sus valores al resto de la administración y también a la sociedad.

 

Publicado en El Cronista