¿Cuánto falta para que la impecable investigación periodística de Jorge Lanata sobre Lázaro Báez se empiece a diluir, como baja la espuma, y que parte de la Justicia cajonee el asunto hasta que otro escándalo lo reactive y todo vuelva a empezar? Esta película ya la vi y les aseguro que, por ahora, no tiene un final feliz. O para decirlo con más precisión: su resultado depende casi pura y exclusivamente del clima político del momento. Me lo dijo un juez federal que fue designado por Néstor Kirchner: "En la Argentina, un presidente y sus hombres de confianza pueden empezar a ser condenados por actos de corrupción sólo a medida que van perdiendo su poder. Nunca antes. Y menos mientras gocen de cierto apoyo popular. No importa la acumulación de evidencias. Ni siquiera importa el tipo de delito que hayan cometido". Se trata de un magistrado que tuvo en sus manos una de las varias causas que le iniciaron al propio Kirchner por enriquecimiento ilícito y que también manejó, durante un tiempo, un expediente en el que Báez aparecía imputado como miembro de una asociación ilícita.

 

El otro dato relevante para comprender por qué sería tan difícil condenar e incluso meter presos, por ahora, a personas como Báez, al ex secretario de Transporte Ricardo Jaime o al vicepresidente Amado Boudou es el nivel de lubricación que tienen los engranajes del sistema de impunidad. Hagamos uso de la memoria reciente. Aunque los elementos para imputar y procesar a Boudou en el caso Ciccone fueron y son innumerables, el primer capítulo del escándalo hizo volar por los aires al ex procurador general, Esteban Righi, al juez federal Daniel Rafecas y al fiscal Carlos Rívolo. Y el segundo capítulo podría ser más triste todavía. Porque la reemplazante de Righi, Alejandra Gils Carbó, parece decidida a evitar que los fiscales impulsen investigaciones que puedan afectar directa o indirectamente a la jefa del Estado. Es cierto: resulta evidente que el vicepresidente ya no puede ser candidato a nada, pero su suerte procesal no la decidió un fiscal o un juez sino el mero análisis político de la Presidenta y de su principal asesor, el secretario Legal y Técnico Carlos Zannini. "Si lo dejo caer a Amado enseguida vienen por mí", le adjudican a Cristina Fernández haber argumentando frente a un ministro con criterio propio, cuando éste le planteó la inconveniencia de seguir sosteniéndolo. ¿Por qué Ella no dijo todavía ni una palabra sobre la sospecha de lavar dinero y de evadir impuestos que hay sobre Lázaro Báez y sus empresas? ¿Por qué aún no aclaró, con precisión y mucho detalle, cuál es el vínculo que tenía el ex cajero del Banco de Santa Cruz con su marido fallecido? ¿Por qué no deslinda responsabilidades para evitar así que los argentinos que le dieron su voto, y también los que no, sigan alimentando sospechas que podrían ser infundadas? Kirchner y Báez fueron socios en un emprendimiento inmobiliario impulsado por Austral Construcciones mientras el primero era presidente de la Nación y el segundo contratista del Estado. Ese mero dato ya es escandaloso. Y no es un invento del autor de esta nota. Figura en las declaraciones juradas de ambos. Fue publicado decenas de veces. Igual que fue difundida una gravísima denuncia del ex vicegobernador de Santa Cruz Eduardo Arnold contra Kirchner y Báez, a quienes acusó de estar involucrados en un pedido de una coima del 20% sobre un crédito de más de 3 millones de dólares del Banco de Santa Cruz a un par de empresarios navieros. Desde noviembre de 2009, cuando salió la primera edición de El Dueño hasta ahora mismo, cuando volvió a ser requerido por la prensa como si se tratara de Lionel Messi, Arnold viene repitiendo que todavía espera que algún fiscal o algún juez lo llame a declarar para ratificar sus dichos. Y hasta Ricardo Monner Sans se tomó el trabajo de hacer más de una presentación para que alguien, en Comodoro Py, se ocupe del tema.

 

La ruta de una causa judicial que debería haberse activado, pero nunca comenzó o las denuncias que son manejadas al ritmo político del momento y se pierden entre excusas y recusaciones son escenas repetidas y desalentadoras. Además, colman de frustración a una buena parte de la sociedad. Para colmo, los estrategas mediáticos de la Presidenta han conseguido imponer una de las ideas más locas del mundo. Es la que afirma que los periodistas de investigación no solo tenemos la obligación de sacar a la luz lo que el poder pretende ocultar sino también de probarlo, con las mismas evidencias que utilizaría un fiscal o un juez. Si lleváramos ese razonamiento al extremo, los equipos de investigación periodística, para ser suficientemente creíbles e infalibles, deberíamos trabajar en una misma oficina con un juez, un fiscal y un grupo de policías anticorrupción. Y para llamar la atención sobre un presunto delito cometido por un funcionario público o un poderoso empresario tendríamos que atraparlo in fraganti, con los dólares o los euros en la mano y a punto de subirse a un avión para salir del país, como si fuera parte de la trama de Trafic y de El Informe Pelícano.

 

La forma en que se roba dinero del Estado en la Argentina suele ser más sencilla y menos espectacular. Fue presentada por Fabiana Ríos antes de ser elegida gobernadora de Tierra del Fuego y por Paula Olivetto Lago, hace más de ocho años. La llamaron "cartelización" de la obra pública y cualquier contador o abogado recién recibido es capaz de detectarla. También cualquier periodista entrenado en chequear datos. Eso sí: para concretarla se necesita una fina sintonía entre las contratistas que participan del acuerdo, los funcionarios que autorizan las adjudicaciones y los que ponen la firma para hacer efectivos los pagos con sobreprecios. El ex gobernador de Chubut Mario Das Naves se cansó de explicarlo una vez que decidió romper con Néstor Kirchner y Cristina Fernández. "Las viviendas sociales de Santa Cruz costaban casi el doble que las de mi provincia", me dijo a fines de 2008. ¿Por qué debería ser tan difícil probarlo para un juez con la suficiente voluntad y libertad de conciencia para hacerlo?

 

En mayo de 2007, un grupo de investigadores de la AFIP liderados por el entonces director de la regional Comodoro Rivadavia, Norman Williams, actuaron sin presiones y con suma profesionalidad para detectar el uso de facturas apócrifas de empresas vinculadas con la obra pública. "No fuimos a buscar a las empresas amigas del Presidente. Lo que hicimos fue meternos en la base de datos de proveedores del Estado", me dijo un integrante del equipo. Así descubrieron que las firmas de Lázaro Báez habían usado facturas truchas por 500 millones de pesos. Y también lo probaron. A Báez lo salvó de ir preso la ley de moratoria y blanqueo aprobada en 2008. Fue cuando muchos supimos que ese tipo de maniobras se realizan para ocultar el pago de coimas. En el final de esta película, el chico valiente no besó a la chica linda y buena. Al contrario. El Gobierno se encargó de sacar de su puesto tanto a Williams como a una decena de funcionarios más, desde el número uno de la Dirección General Impositiva hasta su jefe directo.

 

Quizá volver a presentar denuncias, incorporar datos nuevos y publicarlos es lo único que nos queda a los periodistas que todavía podemos hacerlo, mientras los jueces esperan el tiempo político adecuado para acusar y condenar a los responsables.

 

Publicado en La Nación