Es necesario que las denuncias periodísticas contra el ex cajero Lázaro Báez -que dañan la imagen de la presidenta Cristina Fernández- sean objeto de una seria y profunda investigación judicial. Se necesita una pesquisa que concluya en un fallo sin postergaciones y cuyo resultado sea contundente. Un final que no siembre ni dudas ni sospechas. Porque si después de leer, escuchar y ver a Leonardo Fariña, Federico Elaskar, Eduardo Arnold, Miriam Quiroga, Estela Kank, Mariana Zuvic y otros denunciantes, semejante movida quedase en la nada, la decepción se apoderará otra vez de una buena parte de la sociedad. Y no sólo eso. También la sensación de fraude se dirigirá en contra de quienes destapan los casos, pero están impedidos de hacer justicia.

 

Esta misma percepción -la de que se denuncia mucho, pero nadie es condenado- es uno de los motivos por los que Elisa Carrió, entre otros dirigentes opositores, perdió millones de votos y mucha de la credibilidad que poseía cuando comenzó su carrera política. En el medio de este nuevo clima Carrió recuperó algo de su caudal, pero todavía hace un diagnóstico poco inteligente de por qué le pasó lo que le pasó. La dirigente piensa que la mayoría de los argentinos todavía no soportan escuchar la verdad. Que se niegan a aceptar, por ejemplo, que éste es "un gobierno de corruptos" y que incluso la jefa del Estado estaba al tanto de los presuntos negocios sucios de Lázaro Báez y otros hombres de negocios de la era nestorista. Cuando se le sugiere que a veces las acusaciones verbales no equivalen a una prueba o que resulta contraproducente presentar una denuncia penal sin los mínimos elementos, Carrió suele atacar al interlocutor. Y enseguida explica que los auxiliares de la Justicia no avanzan "porque no quieren" y no porque no tienen las evidencias. La diputada nacional considera que sólo hay unos pocos momentos en los que se conjuga la indignación social con un deseo profundo de encontrar la verdad. Y que por eso, a esos momentos, hay que aprovecharlos al máximo. Gritar bien fuerte y bien claro, para que a nadie le queden dudas de quiénes son los responsables de los delitos.

 

Es verdad que ella y los dirigentes de su partido presentaron, en 2008, una denuncia por asociación ilícita que contiene muchos de los mismos elementos que ahora volvieron a presentarse como una novedad. La corrupción de la obra pública, el atesoramiento de dinero en negro y el uso de facturas truchas para pagar coimas a funcionarios son sólo algunos de ellos. Y los testimonios que se vienen escuchando desde hace casi un mes sirvieron para confirmarlos y ampliarlos. Pero también, en los últimos días, Carrió metió en la misma bolsa y en el medio del festival de denuncias nada menos que al presidente de la Corte, Ricardo Lorenzetti. Lo acusó de pactar con la Presidenta los contenidos de una reforma judicial que terminaría de atar de pies y de manos a fiscales y a jueces para impartir justicia con equilibrio y sin presión política. Le endilgó haber quitado un párrafo de una carta que los principales camaristas del país le enviaron a la jefa del Estado en la que advertían sobre las nefastas consecuencias de la reforma judicial. Pero fuentes cercanas a Lorenzetti siguen sosteniendo que lo hizo para evitar que lo acusaran de prejuzgar sobre el asunto antes de que la Corte emitiera el fallo. Un juez federal que habla con el presidente de la Corte me dijo que el Tribunal Supremo va a hacer lo imposible para evitar que la reforma judicial que aprobó el Parlamento de manera polémica se ponga en funcionamiento. "Va a dictaminar que es inconstitucional más temprano que tarde", pronosticó.

 

El verdadero problema es que, cuando el país está sometido a semejante ruido y sus habitantes consumen cada día un nuevo escándalo de corrupción, a la mayoría le cuesta discernir cuál es la verdad y cuál es la mentira y diferenciar lo anecdótico de lo relevante. Lo mismo les sucede a algunos colegas, quienes, en el medio de semejante desbarajuste informativo, intentan plantear diferencias donde no las hay. Algunos de ellos, incluso con buena intención, pero sin experiencia en periodismo de investigación, se muestran indignados cuando escuchan o ven a personajes procesados y con prisión preventiva hablar de cómo se roba, por ejemplo, con la obra pública. Es posible que lo hagan porque no evalúan la verdadera importancia periodística de la palabra de un presunto delincuente. Los que cometieron delitos, en general, conocen el revés de la trama porque fueron parte. Estuvieron ahí. Y saben mejor que nadie cuáles son los agujeros del sistema. Lo mismo que a ciertos periodistas les pasa a otros argentinos, menos informados, quienes suelen preguntar, como una muletilla: "Si lo sabía desde hace tiempo, ¿por qué no lo dijo antes?". Para probar los hechos de corrupción, las motivaciones personales o políticas de los denunciantes no tienen ninguna importancia. Tampoco el momento en que los testigos o partícipes de los delitos eligen denunciarlos. Lo que importa es que los dichos sean verdaderos y que se puedan probar con otras evidencias u otros documentos. También es cierto que muchos confunden el trabajo del periodista con el del fiscal y el juez. Incluso algunos, con cierta indignación, nos piden pruebas y evidencias, como si tuviéramos el poder para redactar un fallo y enviar a los responsables a la cárcel. Es probable que esto suceda porque nos ven escribir o hablar con énfasis y convicción y también con cierta impotencia. La impotencia propia de quienes esperan resultados y sólo se encuentran con causas dormidas, cajoneadas o sobreseídas en tiempo récord. Por ejemplo, el juicio que investigó el enriquecimiento ilícito de Néstor Kirchner y Cristina Fernández fue cerrado, en tiempo récord, por Norberto Oyarbide, entre la Navidad y el Año Nuevo de 2009.

 

Aun con semejante panorama, hay algunas cosas novedosas que algunos periodistas podríamos hacer para ayudar a esclarecer ciertas causas. Una sería, sin duda, informar con lujo de detalles sobre los antecedentes de los fiscales y los jueces que manejan los juicios más sensibles. Y hacer un seguimiento minucioso de cada una de las decisiones que se estén tomando en sede judicial. No convertir este procedimiento en una caza de brujas como la que intentó Hebe de Bonafini con los magistrados de la Corte Suprema. Sí presentar un trabajo constante y detallado, para que los lectores tengan una idea clara de hasta dónde piensa o puede llegar un juez cuando una causa le quema. No sólo nos quitaría una presión que no nos corresponde. Además, brindaríamos a los ciudadanos un servicio que seguramente agradecerán, por más que la ola de denuncias haya sido desplazada de la agenda por otros asuntos más urgentes. Ésta es la hora de los fiscales y los jueces. Por eso hay que llamar la atención sobre los intentos del Gobierno de desviar el eje de la información y transformarla en una guerra de periodistas.

 

Publicado en La Nación