Sergio Massa no tiene margen para volver atrás. La expectativa que él mismo viene generando sobre su posible candidatura a diputado nacional es tan grande, que cualquier otra decisión le hará pagar un costo enorme y dañará su carrera política. O lo pondrá en un lugar parecido al de Carlos Reutemann, el supercandidato que vio algo y nunca fue. Amplio ganador en todas las encuestas, resultará una gran decepción si solo resuelve apoyar a otra lista, aunque sus postulantes sean tan buenos como el intendente de Almirante Brown, Darío Giustozzi o su esposa, Malena Galmarini. Lo mismo le sucederá si resuelve "no jugar", después de haber anotado al Frente Renovador como el instrumento político para hacerlo. Su lógica de acumulación fue impecable. Creció sin abrir la boca. Siguió creciendo sin enfrentar abiertamente a Cristina Fernández ni ponerse en contra de Mauricio Macri o Francisco de Narváez. Lo hizo desde Tigre, con una base de sustentación de más del 70 por ciento de los votos y un alto nivel de conocimiento, gracias a sus vínculos con el fútbol o a la organización de actividades como la visita de Roger Federer a la Argentina y el impacto que tuvo su imitación en el Gran Cuñado 2009. Hoy, la mitad de quienes lo votarían también lo harían por la Presidenta, el jefe de gobierno de la Ciudad, el propio De Narváez o también el gobernador de la provincia de Buenos Aires, Daniel Scioli. Así de amplia es la "falta de resistencia" que tiene su candidatura frente a la mayoría del padrón habilitado para elegir.

 

Las dudas que todavía lo carcomen están basadas en tres razonamientos.
- Uno: teme que, una vez ganada la elección, los argentinos lo consideren un "casi presidente", y le exijan casi lo mismo que le están reclamando a Cristina Fernández. "Le pasó al 'Colorado' (De Narváez) en las elecciones anteriores. Y el propio (Barack) Obama casi pierde su reelección por esa diferencia entre las expectativas y las respuestas", interpretó uno hombre de permanente consulta del intendente de Tigre. Massa sabe de memoria que desde una banca de diputados es poco y nada lo que podrá hacer contra una avanzada del gobierno nacional por aprobar las leyes que obsesionan a la Presidenta.
- Dos: tiene miedo de que "Cristina y Daniel", afectados por su victoria, se unan con todo el poder de ambos estados, el nacional y el provincial, para asfixiar al municipio de Tigre y sepultar así sus aspiraciones futuras.
- Y tres: no está acostumbrado a transformarse en víctima de las brutales campañas oficiales que el Frente para la Victoria impulsa contra los candidatos que son capaces de quitarles votos. En ese sentido, Macri y De Narváez tienen la piel mucho más curtida. Y Scioli acumuló tanta experiencia que ya aprendió hasta la manera de reaccionar para que los ataques hagan subir su imagen en las encuestas.

 


Pero Massa, hasta ahora, se viene moviendo con una astucia pocas veces vista. Porque su aparente indecisión le sirvió, entre otras cosas, para evitar que lo esmerilaran antes de tiempo, al mismo tiempo que crecía en las encuestas. "Necesito hacer una campaña corta", me dijo, a principios de año, mientras desplegaba sobre la mesa de reuniones de su despacho en la municipalidad encuestas con los diferentes escenarios electorales. "¿Para qué?", le pregunté. "Para evitar que me peguen antes de tiempo", me respondió. "¿Y cómo va a hacer para instalar la candidatura?", le pregunté. "Ya está instalada", informó. En ese instante me mostró el altísimo porcentaje de nivel de conocimiento que tenía en la provincia de Buenos Aires.

 


El otro gran asunto que obsesiona a Massa es el humor colectivo. Si le hubieran preguntado a principios de año qué iba a hacer, hubiese respondido: "Me quedo, tranquilo, en mi casa". Era una manera de entender que el Frente para la Victoria parecía entonces indestructible, porque la mayoría de la gente decía confiar en la Presidenta y todavía pensaba que el rumbo de la economía generaba cierta expectativa positiva. Ahora sucede todo lo contrario. La inflación, el cepo cambiario, el escándalo de la ruta del dinero K, la inseguridad y la segunda catástrofe del Sarmiento encaminarían al oficialismo a la peor derrota electoral desde 2003, incluida la de junio de 2009. "Dejá de dar vueltas, Sergio, porque Cristina cada día está más enojada", lo apuró la semana pasada un secretario de Estado, quien a la vez es un fiel operador político de la Presidenta. El intendente le respondió: "Yo no estoy dando vueltas. Yo ya estoy decidido". El operador repreguntó: "¿Entonces, qué vas a hacer?". Y Massa, con la misma aparente tranquilidad de siempre, le dijo: "Vas a ser el primero que lo sepas. Pero lo voy a anunciar después de que Cristina diga quién será su candidato". Esa frialdad exasperante es la que lo transformó en el objeto del deseo de una buena parte de la clase dirigente. Macri ya le mandó a decir que lo esperaría hasta el último minuto. De Narváez, hasta hace dos semanas, se había mostrado abierto a un gran acuerdo si Massa le garantizaba que le pondría límites a Cristina. Emisarios del gobierno nacional le ofrecieron el oro, el moro y plata para la campaña tanto para encabezar la lista del FpV como para que impulsara una "lista gris", sin su nombre y apellido, con el objeto de fragmentar a la oposición y así beneficiar al oficialismo.

 


Massa tiene apenas 41 años, y hay dos generaciones enteras de políticos que lo miran con desconfianza. "Sergio tiene que decidirse entre dos clases de animales políticos: los herederos y los conquistadores", me explicó un funcionario del gobierno de la Ciudad que fue duhaldista, kirchnerista y sciolista. Para él, Scioli representa el típico heredero. El que espera que se caiga o muera su padre, su madre o su antecesor. El que resiste todas las agresiones con tal de recibir la parte que siente que le toca. Y Néstor Kirchner sería el clásico conquistador. El que arranca con una intención de voto mínima pero cuando pasa el tren de la historia cerca de su casa lo corre, se pone a la par y se lo toma, sin ningún reaseguro. "Yo me estoy preparando para la pelea de fondo. De eso no tengas dudas", me dijo, la última vez que hablamos. Después pidió disculpas, se despidió y agregó: "Me voy a estudiar". "¿A estudiar qué?", le pregunté. "Las últimas materias que me quedan para recibirme de abogado", informó. Lo soltó como al pasar, como quien espera que algún día ese dato curioso sirva para escribir una buena biografía.

 

Publicado en El Cronista