Si Sergio Massa no se equivoca mucho, va camino a convertirse en el nuevo sucesor de Carlos Menem y Néstor Kirchner. Es decir, un peronista que se viste con el traje ideológico de moda para llegar al poder y mantenerse allí todo el tiempo que sea posible. La Presidenta es un poco injusta u olvidadiza cuando lo acusa, de manera subrepticia, de disfrazarse de algo que no es para conseguir votos. ¿Por qué tanto aspaviento? Lo mismo hizo su marido en 2003. Mezcló un poco de antimenemismo rabioso con una pizca del ánimo representado por el "que se vayan todos", sin descuidar al peronismo tradicional de Eduardo Duhalde, que le aportaría los millones de votos necesarios para transformarse en presidente, por más que mucha gente lo conociera poco y nada.
Kirchner le debió haber ganado a Menem por más del 70% de los votos. No pudo porque el riojano tiró la toalla antes de la segunda vuelta. Pero su campaña fue casi perfecta. Logró transformarse en lo que la sociedad necesitaba. Y fue gracias a la atenta lectura de encuestas cualitativas y cuantitativas. Si hasta Elisa Carrió, después de la primera vuelta, anunció que lo iba a votar y llamó a sus seguidores a hacer lo mismo porque la prioridad era que Menem no volviera a gobernar la Argentina. Y Menem, en 1989, ganó igual que Kirchner. Es decir: por razones parecidas. Arrasó porque la urgencia, entonces, era que Raúl Alfonsín y la hiperinflación terminaran cuanto antes y que ningún dirigente de la Unión Cívica Radical se acercara a la Casa Rosada durante un buen tiempo. Menem contaba en su favor, como todos los afiliados al Partido Justicialista, con la fantasía tan extendida de que nadie que no sea peronista puede gobernar con cierta normalidad en este país tan corporativo. Y eligió, para gobernar con cierta comodidad, la ideología de moda. Privatización y "eficiencia". Un Estado más chico con sindicatos más sumisos y funcionales a su proyecto de poder. Menem terminó su segundo mandato "boqueando". A medida que pasó el tiempo, resulta más claro cuál fue el verdadero peso de su herencia. Porque no sólo desmanteló el Estado. También destruyó la educación y la salud públicas e hizo crecer la pobreza casi tanto como durante la última dictadura militar. Que hoy sea uno de los principales aliados, en el Senado, del Frente para la Victoria, no debería sorprender a nadie. Tampoco debería sorprender la desesperación de los cristinistas de paladar negro a medida que se acerca la fecha de la próxima elección junto a la probable derrota.
Néstor, como Menem, también eligió la ideología de moda. En este caso, el progresismo populista. Un modelo sostenido en una caja pública millonaria, ideal para ejercer el clientelismo y devolver derechos sociales a quienes los daban por perdidos para siempre. Y con un condimento adicional: la cooptación de los organismos de derechos humanos para usarlos como escudo protector ante las acusaciones de corrupción. Algunos miembros de la Alianza que gobernó entre 1999 y diciembre de 2001 me dijeron, más de una vez, que si la situación económica internacional hubiese sido entonces parecida a la de principios de 2003, Fernando de la Rúa no hubiera caído, no habríamos tenido cinco presidentes en una semana, Eduardo Duhalde no se habría convertido en jefe de Estado y Néstor Kirchner todavía estaría gobernando la provincia de Santa Cruz. Sé por qué insisten con eso. Es la teoría del viento de cola. La sospecha de que, para Kirchner, era más difícil fracasar que tener éxito, porque la suba explosiva del precio de la soja y de todos los alimentos que demanda China hacía imposible no crecer a tasas altísimas. Sea como fuere, Kirchner lo hizo. Se mantuvo firme, sostenido por los superávits gemelos y el control inteligente del tipo de cambio, mientras su imagen positiva no paraba de crecer y sus empresarios amigos no paraban de enriquecerse. Antes de morir, ya había decidido suceder a su mujer, Cristina Fernández, para empezar a hacer realidad la fórmula de perpetuidad a través de la intercalación de mandatos. Una nueva trepada de la economía después de la última crisis internacional, la implementación de medidas muy populares como la Asignación por Hijo y la decisión de incorporar al sistema a millones de jubilados que no tenían los papeles en regla, más la empatía que produjo en la mayoría de la sociedad su viudez combinada con la fragmentación de la oposición, fueron las principales causas por las que Cristina ganó con el 54% de los votos.
Pero la soberbia que generó en Ella semejante victoria, la instauración del cepo cambiario, los accidentes de los trenes de la línea Sarmiento y la sucesión de casos de corrupción en los que aparecen involucrados desde el vicepresidente hasta el empresario considerado testaferro de Kirchner, junto con la creciente inflación y la preocupación por la inseguridad, son las razones por las que más del 60% de los argentinos ya no la apoya y no la votaría en ninguna circunstancia. Daniel Scioli se dio cuenta antes que nadie y por eso se candidateó primero. El problema fue que Ella lo asfixió tanto que casi lo deja sin juego. Por eso ahora no puede decir todo lo que piensa. Massa, un adicto a las encuestas, dijo, en el lanzamiento de su campaña, todo lo que el 60% de los argentinos, y un poquito más, tienen ganas de escuchar. Basta de Cristina. Basta de gritos. Basta de inflación. Justicia independiente. Más república. Sí a la Asignación Universal por Hijo y a las mejoras sociales. No a la prepotencia y la inseguridad. Quiero escuchar y compartir la misma mesa, también, con el que piensa distinto. Viva el papa Francisco. Voy a criticar y denunciar lo que no está bien, pero al mismo tiempo voy a ofrecer una solución para mejorarlo. Voy a proponer una reforma financiera porque no puede ser que los laburantes paguen impuestos a las ganancias y una transacción financiera de 20 millones de dólares esté liberada del pago de tributos. Pero, por sobre todas las cosas, voy a hacer todo lo que esté a mi alcance para evitar que Ella pueda volver a ser presidenta.
Parecía Menem cuando anunció el salariazo y la revolución productiva. O Kirchner, cuando dijo que no iba a abandonar sus convicciones al ingresar a la Casa Rosada. O Cristina, cuando habló de mejorar la calidad institucional o gobernar para todos los argentinos aunque no la hayan votado. No hay mucho misterio en eso. Estuvieron en el lugar justo y en el momento apropiado. Con la camiseta del peronismo puesta. Y un olfato de tiburón para oler la sangre de su víctima ya herida. Es más fácil escribirlo que hacerlo. Y Massa lo está empezando a hacer.
Publicado en La Nación