¿Para qué lado disparará la Presidenta después de semejante derrota? ¿Será capaz, por ejemplo, de pedirle o aceptar la renuncia del ineficaz y prepotente Guillermo Moreno? ¿Cometerá la audacia de solicitar al vicepresidente, atrapado entre denuncias y acusaciones de corrupción, que se tome una licencia, hasta que se aclare su situación en la Justicia? ¿Instruiría a su ministro de Economía, a la presidenta del Banco Central y al jefe de la AFIP para ir levantando, de manera paulatina, el cepo cambiario? ¿Llamará a un diálogo político sincero o trucho, como lo hizo cuando perdió en junio de 2009? No son preguntas retóricas. De su respuesta depende el futuro inmediato de la Argentina.
El impacto político del domingo es enorme, aunque el oficialismo lo quiera minimizar. La pérdida de casi la mitad del caudal electoral no se produjo sólo en la provincia de Buenos Aires sino en todo el país. La mesa que ganó el oficialismo en la Antártida o en la comunidad qom tiene la misma importancia nacional que la de Necochea que reivindicaron los hermanos Rodríguez Saá o las de Perico que destacó Carlos Menem. Ella sufrió más que un voto castigo. Es una fortísima demanda de cambio y, si Cristina Fernández no es capaz de empezar a escuchar, el FPV no sólo será derrotado el próximo 27 de octubre con un resultado todavía más contundente; además, la gran pérdida de poder político le podría quitar margen de maniobra para tomar decisiones en cualquier dirección. Cancelada la posibilidad de imponer la reforma judicial que pretendía la jefa del Estado, a partir de ahora los fiscales y los jueces irán más a fondo todavía, y los funcionarios sospechados desfilarán por Comodoro Py tal como sucedió con los ministros y funcionarios de Menem. Pero ése, en todo caso, será un problema para Amado Boudou, Ricardo Jaime, Lázaro Báez y una decena de figurones más. A lo sumo, podría llegar a ser un problema para la misma Presidenta, a medida que se acerque la fecha de vencimiento de su mandato. Lo grave sería que, terca como parece, Cristina vuelva a doblar la apuesta, les haga caso a Carlos Zannini, a Carlos Kunkel, al inefable Moreno y a Ricardo Echegaray, y apriete más a empresarios y particulares para conseguir dólares de prepo y a cualquier precio.
Al Frente para la Victoria le propinaron una dura derrota no tanto por lo que no quiso o no pudo hacer, sino por lo que hizo desde que la Presidenta ganó con el histórico 54% de los votos. Esto es: la aplicación del cepo cambiario, el no hacerse cargo de la tragedia de Once, el ninguneo del grave problema de la inseguridad, la necedad con la que pretendió ignorar los reclamos callejeros de los indignados argentinos y su silencio cómplice frente a los hechos de corrupción. Sin embargo, lo que más hizo, sobre todo, fue recalentar la inflación con emisión monetaria que durante un tiempo mantuvo el ritmo del consumo, pero que ahora se "come" los ingresos de casi todos, sin distinción de clase social. Para ponerlo en términos más sencillos: Cristina perdió porque el kilo de pan sale más de 20 pesos y no se puede tomar un café por menos de ese dinero. Y también perdió porque la dispersión y el descalabro de precios es tal que ni el reciente aumento a los jubilados ni el quite de ganancias en el aguinaldo de algunos trabajadores alcanzaron para modificar el clima de escepticismo que se vive desde principios de 2012.
Los voceros del oficialismo pueden seguir repitiendo que el FPV todavía es la primera minoría. O que se trató nada más que del ensayo de una elección legislativa donde no estuvo en juego la figura de la presidenta de la Nación. Pero la verdad es que la que eligió a Martín Insaurralde a dedo fue Ella. Y que la pérdida de votos en las provincias donde los gobernadores se transformaron en meros delegados de la Presidenta fue más notable todavía. Por otra parte, todos los que analizamos la política desde la restauración democrática de 1983 sabemos cómo funciona esa máquina de poder denominada peronismo. Tarde o temprano sus dirigentes, casi sin excepción, irán detrás del nuevo macho alfa y encontrarán la manera de argumentar por qué saltaron la pared. Sergio Massa, el gran ganador de estas PASO, ya lo está empezando a experimentar con cierto gozo. Primero lo llamaron los intendentes. Después algunos diputados nacionales que hasta el domingo respondían a Cristina Eterna. El miércoles de la semana pasada, incluso, recibió una sorpresiva oferta de dinero para la campaña de un empresario k que hace funcionar sus radios y su señal de cable al compás de las llamadas del jefe de gabinete, Juan Manuel Abal Medina. A este ritmo de panquequismo desembozado, ¿cuánto de su inmenso poder conservaría Cristina después de las elecciones legislativas de octubre? Los analistas pacatos que recuerdan cómo Néstor Kirchner se levantó del subsuelo después de la derrota de 2009 ignoran o subestiman dos datos cruciales. Uno: el llamado "proyecto nacional y popular" no parece tener heredero ni sucesor. Es decir: está más rengo que la metáfora del pato rengo que se usa en los Estados Unidos. Dos: no se espera, de acá a 2015, un repunte de la economía como el que la Argentina experimentó entre fines de 2009 y fines de 2011.
¿Deberíamos tomar como un indicio para saber lo que hará la Presidenta el discurso que dio inmediatamente después de la derrota o el que pronunció ayer en Tecnópolis? Prefiero pensar que sus primeras declaraciones, en las que presentó como una victoria la impresionante fuga de votos que sufrió, corresponden a la clásica negación, el primero de los cinco pasos del duelo. ¿Tendríamos que recordar el antecedente de aquella madrugada de furia, después de la derrota de la 125, cuando Kirchner y la Presidenta analizaron juntos la posibilidad de abandonar el poder, abrumados por el voto no positivo de Julio Cobos? Tampoco creo que sea del todo justo. En aquella ocasión pesó la tensión, el cansancio físico y psicológico y la muerte de uno de los mejores amigos de Néstor en aquellas horas dramáticas.
Faltan 847 días para que Cristina Fernández le entregue la banda y el bastón a su sucesor. En la Argentina contemporánea esto se puede percibir como un tiempo demasiado corto o como una eternidad. Escuchar el mensaje de las urnas para llegar con el mínimo poder necesario hasta el final del mandato es una manera de gobernar con responsabilidad. Lo contrario es lanzarse a una aventura demasiado peligrosa. Ella debería mirarse en el espejo de Raúl Alfonsín. E incluso en el de Fernando de la Rúa. No para repetir la experiencia. Sólo para encontrar la manera de que el poder no se le diluya de un día para el otro.
Publicado en La Nación