El fuerte volantazo que pegó la presidenta Cristina Fernández tiene razones políticas, pero también personales. Los 47 días de convalecencia la alejaron del ojo de la tormenta y le dieron otra perspectiva. No es que transformó su personalidad de la noche a la mañana. Pero se tomó su tiempo para analizar qué estaba pasando con ella misma y con su manera de gobernar el país. El pasaje del luto absoluto al blanco que presentó el martes pasado tanto puede ser considerado un gesto marketinero como un cambio profundo en su estado de ánimo. En un encuentro político que ella transformó en íntimo, hace varios meses ya, Cristina Fernández le dijo a un joven dirigente de Pro que no se vestía todo el tiempo de negro por respeto al luto, sino porque era el color que más le gustaba a Néstor. Es probable, también, de acuerdo con lo que refieren profesionales que acompañaron su reposo, que ella haya terminado de elaborar el duelo por la muerte del ex presidente y haya empezado a aceptar la idea de que su vida real y su vida política pueden y deben continuar. Y que no es necesaria una guerra a matar o morir para que esto suceda.

 

No sería descabellado que, alejada del ruido y de los "chupamedias" de todos los días, su intuición política le haya hecho comprender que si no pegaba un volantazo, se iba a encontrar con algo parecido al abismo. Su metamorfosis, de nuevo, es personal y política. Así como no tuvo más remedio que dejar entrar en su existencia a Facundo Manes, un médico no kirchnerista y pragmático que la está entrenando en el manejo del estrés, la Presidenta empezó a escuchar con más atención a dirigentes no dogmáticos, como el nuevo jefe de Gabinete, Jorge Capitanich; el ministro del Interior, Florencio Randazzo, y el presidente de YPF, Miguel Galuccio.

 

Manes es un especialista en funcionamiento del cerebro. Es probable que le haya hecho comprender las ventajas de saber delegar, en especial si se trata de áreas en las que Cristina no es experta. Y es posible que le haya dicho que delegar, en el fondo, es también confiar y quitarse el estrés de la paranoia. Galuccio, no hace mucho, le pidió carta blanca para negociar un acuerdo con Repsol. Le prometió que conseguiría el mejor resultado posible. Y le dijo que llegaría a buen puerto si lograba que el ministro Julio De Vido y el entonces viceministro Axel Kicillof le dejaban de poner trabas. Cristina confió. Y delegó. Galuccio viajó a España varias veces. Necesitó entre 6 y 8 meses para hacerles comprender a los accionistas de la Caixa, los de Pemex y los funcionarios del gobierno de España que el único obstáculo para alcanzar un acuerdo era Antonio Brufau, dolido, como estaba, por las características de lo que consideraba una expropiación. Brufau, por su parte, para no bendecir el pacto, estuvo un tiempo amenazando con irse y de paso, cobrar, de manera automática, los 40 millones de euros que le corresponderían por su despedida no acordada. Fue el trabajo de pinzas que protagonizó Galuccio lo que terminó de poner en evidencia la postura caprichosa y personal de Brufau.

 

El gobernador de Entre Ríos, Sergio Urribarri, vivió el anuncio como una pequeña-gran victoria. Urribarri fue quien viajó a Londres para convencer al ingeniero en petróleo de que se hiciera cargo de YPF. Pensó que era imposible. Y ahora que los resultados están a la vista, Urribarri, aunque no fue nombrado jefe de Gabinete ni bendecido todavía como un posible sucesor, sabe que Cristina no olvidará ese gesto. Por su parte, Galuccio no le mintió a la Presidenta. No le dijo que el acuerdo con Repsol lograría de golpe el autoabastecimiento de energía. Sólo le garantizó que destrabaría las inversiones para Vaca Muerta, porque existen grandes petroleras dispuestas a explorar allí. Y que la dinámica de esas inversiones empezaría a "dar vuelta la ecuación".

 

La Presidenta sabe que quizás este volantazo no alcance para hacer olvidar el desastre de su política energética. También sabe que, tarde o temprano, deberá dar a conocer las cláusulas secretas tanto del contrato de YPF con Chevron como del entendimiento con Repsol. Pero el problema más importante no es ése. Su mayor dificultad será explicar a sus militantes, por ejemplo, cómo fue que Kicillof pasó de reclamar una indemnización a Repsol por presuntos daños ambientales a bendecir un pacto en que el Estado le tendrá que pagar más de 5 mil millones de dólares en activos líquidos. Porque la nueva política de endeudamiento con el exterior contradice todos los discursos pseudorrevolucionarios que se vinieron pronunciando en los últimos años, cuando agitar el fantasma contra las supuestas ideas de derecha era un negocio redondo para ganar elecciones. ¿Qué dirán ahora los intelectuales de Carta Abierta y los programas de propaganda que defendían el modelo con tanta "convicción"?

 

Lo mismo corre para los juicios que las empresas iniciaron ante el Ciadi y que el Estado tendrá que pagar para volver a contar con inversiones extranjeras de peso. O para la deuda que la Argentina mantiene con el Club de París y que pronto empezaría a renegociar. O para los aumentos de tarifas en la luz, el gas y el agua que van a venir. O para la bendición del FMI que la administración espera para presentar un nuevo Instituto Nacional de Estadística y Censos que deje de manipular las estadísticas oficiales y haga más confiable la economía del país. Es precisamente en este punto donde el doble discurso terminará mostrando sus límites. Porque lo que hicieron Néstor, Cristina, Moreno y todos los ministros de Economía con el Indec no se puede arreglar con dos o tres discursos. Es la enorme diferencia que hay entre la mentira y la verdad.

 

Sería muy contraproducente, entonces, que este gran volantazo, que en todo el mundo se denomina ajuste y endeudamiento para invertir, la Presidenta lo vuelva a presentar como una "profundización del modelo". Porque entonces, otra vez, no ya los mercados, sino una buena parte de la sociedad van a pensar que el cambio no va en serio. Y a Capitanich, que hoy está siendo visto como una figura con peso político que atiende a los periodistas y convoca a la oposición, lo van a empezar a comparar con Fidel Pintos, aquel humorista que utilizaba miles de palabras y frases interminables para no decir nada. A Sergio Massa, cuando era jefe de Gabinete, le sucedió algo parecido: en el momento de ir a fondo, Néstor y Cristina se volvieron para atrás y después lo acusaron de representar los intereses de "la derecha". Ojalá, por el bien de la Argentina, que Capitanich no termine igual.

 

Publicado en La Nación