La masacre de Once, de la que se acaban de cumplir dos años el sábado pasado, es la síntesis perfecta de lo que representa parte del kirchnerismo de verdad, más allá de su discurso épico y supuestamente progresista. Detrás de lo que le pasó al Sarmiento, además de las 51 víctimas, hay un espeso guiso que todavía huele a podrido. Los ingredientes son los mismos con los que cocinaban los chefs del menemismo: corrupción y promiscuidad entre altos funcionarios y empresarios que entregan retornos a cambios de subsidios; impericia y soberbia, porque la principal energía no la pusieron en la gestión sino en hacer negocios personales. Y como telón de fondo, una mentira detrás de la otra. Solo por citar un par de los engaños más burdos en materia ferroviaria: la falsa inauguración de los Talleres de Tafí Viejo, anunciada, de manera oficial, una y otra vez; y el escandaloso adelanto incumplido del tren ultrarrápido de Buenos Aires a Rosario. Ahora que las papas queman, lo que hacen desde lo más alto de la administración nacional no es distinto a lo que hicieron antes y después de que el “chapa uno” chocara contra la Estación de Once: buscar enemigos afuera para no asumir la más mínima responsabilidad. O “vender” el presente ajuste ortodoxo y de derecha como una batalla contra las corporaciones y los intereses concentrados. Es posible que los formadores de precios remarquen más de la cuenta, por las dudas, para protegerse o debido a la pura ambición. Pero a la inflación no la instalaron ni Coto ni Garbarino, sino un salvaje e ineficiente gasto del Estado, financiado por una emisión monetaria sin precedentes y con una presión fiscal que ya resulta, sin dudas, una de las más altas del mundo. Sobre este último punto tampoco hay que confundirse: porque no se trata de una presión fiscal progresista o equitativa, sino de otra reaccionaria y claramente sesgada contra la clase media y los más pobres. Sólo hay que chequear la evolución del IVA (el tributo de los que menos tienen) o revisar la política impositiva sobre la minería, el petróleo o el juego, por citar tres de las actividades que suelen generar altísima rentabilidad. Y luego, correr el velo sobre las prestaciones mínimas que el Estado debería brindar, después de quedarse con una parte de la riqueza que producen los argentinos. Es sencillo: ni la seguridad, ni la salud ni la educación mejoraron de manera sensible desde 2003 hasta ahora. Y todavía hay más malas noticias para este boletín: cualquier análisis riguroso sobre la efectividad de los planes sociales implementados desde hace diez años, incluido, por supuesto, el de asignación por hijo, tiene serias deficiencias e irregularidades en su administración y ejecución. El problema del uso de la mentira como política de Estado es que, a medida que pasa el tiempo, para evitar que el castillo de naipes no se derrumbe, el engaño original debe ser sostenido por otro, más complejo, hasta que la verdad irrumpe, brutal, y se termina declarando una crisis. La manipulación de la estadística oficial fue la primera mentira, y después no se detuvieron más. Kilómetros de autopistas que se anunciaron y no se construyeron. Incorporación al rubro “soluciones habitacionales” de acciones como el corte del césped de los jardines de viviendas que ya habían sido entregadas por gobiernos anteriores. Una biografía adulterada de Néstor Kirchner en donde aparecía como un campeón de los derechos humanos durante la última dictadura. El uso de organizaciones humanitarias como escudo moral para hacer política de vuelo bajo. Y todos los subproductos del relato: Una ley de Medios que venía a democratizar pero se utilizó para acatar a las empresas y periodistas críticos; un Fútbol para todos que venía a rescatar los goles “secuestrados” por Torneos y Competencias y que terminó como el arma más agresiva de propaganda política y partidaria; fondos para ayuda social y viviendas que terminaron en el bolsillo de los administradores de la Fundación Sueños Compartidos, cuya presidenta es Hebe de Bonafini, titular de Madres de Plaza de Mayo. El tiempo, seguramente, va a poner las cosas en su lugar. Pero no por eso hay que hacerse el distraído ahora. El precio del dólar se estabilizó porque el Banco Central recurrió a la más conservadora de las recetas. La que genera otra de las palabras que a este gobierno le cuesta pronunciar: recesión. Las otras medidas que lo acompañaron, como la captación de dólares de los bancos privados, apuntan en el mismo sentido, pero no es algo muy distinto a lo que hubiera hecho un economista de derecha. Una precisa política de quita de subsidios para los que más tienen ayudaría al contexto general. El reciente acuerdo de YPF con Repsol es otra de las decisiones que podrían abrir la puerta a una negociación con el Club de París y la posibilidad de conseguir financiamiento externo un poco más barato. Pero sería mejor que dejen de gritar como supuestos revolucionarios. Hasta los niños de la Argentina ya saben lo que están haciendo de verdad: devaluación y retraso salarial, alineamiento con los organismos de crédito para conseguir dólares, escraches públicos a los empresarios formateados como “enemigos”, pero acuerdos secretos e individuales por debajo de la mesa con los considerados “amigos”. Por lo demás pueden decir lo que quieran: lo importante es que la inflación no haga estallar la economía por los aires.

 

Publicado en El Cronista