Dos hechos recientes, en apariencia inconexos, sacudieron el mundo político de la Argentina. Uno fue el sorpresivo anuncio de Cristina Fernández, que prometió impulsar una ley para que "10 personas dejen de cortar una calle y perjudiquen a miles". El otro fue la primera aparición pública de Máximo Kirchner con un par de ideas articuladas, en el marco del adelanto de un libro firmado por la periodista oficialista Sandra Russo. La promesa de la Presidenta de "sacar una normativa de respeto a la convivencia ciudadana" parece un chiste. Porque lo hizo 10 años después de que su gobierno y el de Néstor Kirchner toleraran cortes y piquetes de cualquier tipo y factor. Y no sólo los soportaron. También los alentaron y financiaron, como en el caso de las actividades realizadas por Luis D'Elía y Milagro Sala.

 

Un ministro de este gabinete me dijo que Cristina Fernández había reaccionado así la semana pasada, cuando le confirmaron que entre los participantes de los cortes había diputados nacionales de dos partidos de izquierda. Fue una reacción parecida a la que tuvieron Ella y Néstor Kirchner los días en que los productores del campo cortaron las rutas. Suponer que los cortes son buenos cuando los impulsan los referentes sociales que apoyan el modelo y constituyen delito cuando los alientan los críticos no es sólo una contradicción. También es una tontería. Es que los cortes de avenidas, calles o rutas completas siempre son malos. Aunque los reclamos sean legítimos, terminan imponiendo a la fuerza los derechos de una minoría por sobre los de la mayoría que pretende transitar libremente. Además, recompensar y apoyar a ciertas organizaciones piqueteras en detrimento de otras siempre resulta un mal negocio. Las agrupaciones subsidiadas tarde o temprano se vuelven en contra de los financistas. Igual que se vuelven en contra los barrabravas, los grupos de choque e incluso los periodistas corruptos cuando, desde el poder, un día se les deja de dar planes sociales o dinero contante y sonante.

 

Por lo demás, la jefa del Estado parece seguir corriendo detrás de la realidad. Y con unos cuantos años de retraso: hace apenas un mes, al parecer, se dio cuenta de que desde hace por lo menos siete años se vienen manipulando las estadísticas oficiales. Y recién la semana pasada el ministro de Economía, Axel Kicillof, se dio por enterado de que los subsidios contienen un sesgo a favor de los más ricos y perjudican a los que menos tienen, obligados, por ejemplo, a pagar una garrafa de gas a precios exorbitantes. También el Gobierno corre detrás de la realidad cuando sus altos funcionarios se enredan en una discusión sobre si la Argentina produce o no cocaína y marihuana. Está claro que el narcotráfico importado desde Colombia y México llegó para quedarse. El asesinato a sangre fría de un ciudadano en el Rosedal parece sacado de un capítulo de Escobar, el patrón del mal , la miniserie que se emite con fulminante éxito por Canal 9.

 

En otro orden, la aparición de Máximo Kirchner para defender a su madre, a La Cámpora y al "modelo" desmiente a quienes lo consideraban un cero a la izquierda, como algunos colegas "especialistas en kirchnerismo" o un ex jefe de Gabinete, quien solía repetir: "No hay que dar por el pito más de lo que el pito vale". Máximo no es un iluminado, pero tampoco está muy cerca de la caricatura del posadolescente desinteresado de la realidad que juega todo el día con la PlayStation. Máximo no gobierna junto a su mamá, pero tiene un poder de veto casi ilimitado. Bajarle el pulgar a Marcelo Tinelli en el manejo del Fútbol para Todos fue sólo la última de sus decisiones. También debe contabilizarse el quite de apoyo efectivo al vicepresidente Amado Boudou, la confección de la lista negra de los medios y periodistas que no pueden recibir publicidad oficial bajo ningún concepto y la información de primera mano que le suministra la Secretaría de Inteligencia (SI) sobre escuchas que incluyen a ministros a los que su madre, cada tanto, suele levantar en peso.

 

Por lo demás, el discurso político de Máximo parece naif y sigue la línea narrativa del clásico revolucionario de café, donde Néstor, Cristina y "los pibes" son presentados como los descendientes lúcidos de Ernesto Che Guevara, quienes vinieron a erigirse como "el último dique de contención" para evitar el avance de "los poderes", así, en abstracto. El discurso tiene una falla de origen. No está construido desde el llano o la resistencia, sino desde el Estado y el poder. No es comparable con Bahía de Cochinos, la Casa de la Moneda o la selva boliviana. No se puede hablar desde el lugar de víctima cuando se viene gobernando con plenos poderes y una caja multimillonaria que todavía tiene fondos frescos para usar y malgastar.

 

Tiene razón Máximo Kirchner cuando sostiene que salir en la televisión no es necesario ni para él ni para nadie. Hace bien en decir que no es la única ni la mejor manera de hacer política. Pero algún día debería aclarar que tampoco se hace política grande enviando mensajitos de texto a los dirigentes o panelistas k que necesitan un recetario instantáneo para defender las políticas de este gobierno. O liderando agrupaciones de blogueros o cibernautas k que cobran en efectivo o en especies por insultar a periodistas o a dirigentes de la oposición. Si de verdad Máximo Kirchner es el heredero que intentará, desde "la fuerza de la juventud", cambiar las viejas prácticas políticas, deberá demostrarlo con hechos constructivos y no poniendo a dedo a sus amigos en los principales cargos públicos, sino a los mejores de verdad. Y no jugando al juego de nosotros los buenos y ellos los malos o persiguiendo a fiscales y a jueces que quieren investigar, sino poniéndose a disposición de la Justicia cuando lo llamen a declarar, para que explique el espinoso asunto de los millonarios alquileres que hasta hace poco le pagaba Lázaro Báez para explotar los hoteles de la familia. Debería explicar también por qué después de poner a Carlos Menem, Domingo Cavallo y Fernando de la Rúa en el banquillo de los acusados, el Gobierno aplica un ajuste ortodoxo, aunque de manera culposa y con un discurso ambiguo.

 

El paro de los docentes kirchneristas de Ctera revela, entre otras cosas, las contradicciones ideológicas que ni la Presidenta ni su hijo están en condiciones de justificar.

 

 

Publicado en La Nación