Nadie podría decir que Francisco ya hizo la revolución, pero hasta los más agnósticos deberían reconocer que durante su primer año como papa empezó a transformar la Iglesia, a sus fieles y a millones de no creyentes, incluidos la mismísima presidenta argentina y el gobierno que administra. La primera transformación profunda y tangible fue la de la comunicación. Nunca antes un papa se había presentado ante todo el planeta con un sencillo y coloquial "¡Buona sera!". Las risitas que se oyeron en la Plaza San Pedro rebotaron en todas las ciudades del mundo y sirvieron para aumentar la empatía del nuevo líder de la Iglesia con miles de millones de habitantes. A partir de ese momento, Francisco hizo de su manera de hablar y de escribir una marca inconfundible. Ahora todos sabemos que la sabiduría y el conocimiento también se pueden transmitir con un lenguaje simple y entendible.
De todas las cosas que dijo en un año, la que más me llamó la atención fue la respuesta que le dio a un periodista en el avión en que regresaba de Brasil a Roma. "Si una persona que es gay busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla? El Catecismo de la Iglesia Católica explica y dice que no se debe marginar a esas personas y que deben ser integradas en la sociedad", afirmó. Con pocas palabras derrumbó miles de años de incomprensión e intolerancia. Es verdad: el Papa no bregó por la instauración del matrimonio igualitario ni dio su bendición a muchos sacerdotes homosexuales, pero dio un enorme paso adelante al dejar de condenarlos. La Comunidad Homosexual Argentina sigue criticándolo, lo considera el papa del marketing, pero sus autoridades no deberían ignorar la fuerte repercusión que han tenido entre los católicos ortodoxos y los homofóbicos de todo el planeta sus palabras. También entre los que dudan.
El segundo gran cambio que produjo Francisco impactó en lo que se podría denominar la ideología del poder. Me lo explicó el martes a la noche Julio Bárbaro, el dirigente peronista con el que el Papa suele intercambiar cartas y llamadas telefónicas: "Hasta la llegada de Francisco, era evidente que el materialismo estaba venciendo a la fe. Ahora, la fe y la alegría que transmite el Papa están contagiando a toda la sociedad y también a los líderes que pretenden estar cerca de la gente a la que representan y gobiernan". No es un dato menor que el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, haya confirmado su visita al Vaticano el 27 del actual. Tampoco es superficial el efecto que produjo su entronización en el escenario político argentino. Y más precisamente en la Presidenta, quien hasta hace poco más de un año lo consideraba, sin ningún disimulo, uno de sus enemigos predilectos. En su primer discurso después de la noticia bomba, Ella dijo que se alegraba de que hubiera otro argentino trabajando por los pobres, igual que su gobierno. Como si las gestiones de una presidenta y un papa fueran comparables. O estuvieran en un mismo plano. Inmediatamente después, la realidad la puso en su lugar. Y no sólo a la primera mandataria. También a su cohorte de adulones, como José Pablo Feinmann. El filósofo del poder, tan sacudido por la noticia como Cristina, sugirió que el Frente para la Victoria no debía atacarlo, sino usar al Papa en su provecho. "Entornarlo", como soñaron algunos dirigentes montoneros con Juan Domingo Perón.
Pero el efecto de su entronización en la Presidenta y los argentinos fue todavía más profundo. Porque Cristina, de un día para el otro, dejó de ser la figura "política" más importante y de mayor envergadura. Y en ese mismo instante, Néstor Kirchner, por carácter transitivo, dejó de ser, también, el ícono político y heroico más visible en el imaginario colectivo del país actual. Francisco, además, los confrontó con su experiencia de vida. Le hizo sentir al Gobierno entero que una persona "es" como "vive". Es decir: que no es coherente acumular tanto dinero y propiedades en Puerto Madero o en donde sea y al mismo tiempo dar cátedra de progresismo y sensibilidad social. Ahora Cristina llama a Francisco cada vez que necesita escuchar sus palabras sencillas y contenedoras. O Francisco llama a Cristina cuando percibe que lo puede necesitar. Hablan más seguido después de la operación de la cabeza que le hicieron a la Presidenta. Y también el Papa habla o intercambia mensajes con dirigentes de la oposición, como Sergio Massa, Daniel Scioli y Mauricio Macri. A todos les pide lo mismo. Que cuiden a la jefa del Estado. Que contribuyan a que termine su mandato en paz. Que no alienten, por acción u omisión, un final caótico, de tensión social, violencia y sangre. Les pide que cuiden a la Argentina. Les cuenta que está demasiado ocupado en ordenar las miserias de su propio jardín. Ya sabe quiénes son y seguirán siendo sus enemigos en la curia. Ya se sacó de encima al secretario de Estado Tarcisio Bertone, dueño de los secretos del poder y del dinero del Vaticano. Los cardenales norteamericanos que resultaron clave para su elección como papa estuvieron seis meses preocupados, porque pensaron que la permanencia de Bertone implicaba la continuidad de la corrupción y el ocultamiento de los delitos sexuales que hicieron renunciar a Benedicto XVI, sobrepasado por los escándalos e impotente ante la "máquina curial". Cuando el Papa, al final, echó a Bertone, en agosto de 2013, les demostró que no es de tomar decisiones intempestivas. Que, por su formación jesuita, necesita pensar, asimilar, procesar y después ejecutar.Ahora, quienes lo apoyaron lo comprenden más.
Francisco sigue con ganas de hacer más "lío". Ya leyó los VatiLeaks. Ya se interiorizó sobre el "lobby gay". Ya metió baza en el Instituto para las Obras de Religión y en la Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica. Ya nombró a su Consejo de Cardenales para tratar las cuestiones más sensibles de la Iglesia hacia adentro y hacia afuera, y evitar que la curia lo deje ciego, sordo y mudo y le ponga palos en la rueda de los profundos cambios que pretende acometer. Quizás, en poco tiempo más, los divorciados que deseen comulgar lo puedan hacer sin inconvenientes. El Papa no se niega a discutir modificaciones futuras en el celibato. Ya nombró, en la Argentina, a once nuevos obispos con el perfil de pastores que optaron por trabajar con los pobres. Sigue viviendo en el hotel de Santa Marta y sigue usando los mismos zapatos. Medió con fuerza en el amasijo de sangre siria. Besa a chicos y enfermos, aparece en Times, en la tapa de la Rolling Stone y se enoja cuando dibujan, en las paredes del Vaticano, una caricatura de Superman con su rostro de abuelo bueno. Pero más allá de lo que muestra, importa más lo que hace. Y lo que está haciendo, en un año, no es poco. Y va en una buena dirección.
Publicado en La Nación