Hay demasiado ruido como para ponerse a reflexionar, pero siempre valdrá la pena el intento. El seleccionado argentino se acaba de meter en los octavos de final y la Presidenta, imbuida en el espíritu mundialista, invita a que la perciban como la gran arquera del país que ataja innumerables penales. Ensaya la comparación y advierte: "Y cuidado que, una de esas, todavía podemos hacer un gol". Lo dice mientras presenta un plan para incentivar la compra de automóviles, pero ni siquiera menciona el dato que explica el por qué de la iniciativa: la abrupta caída de las ventas, que sectores de la industria calculan entre un 30 y un 40%.

Ojalá que sea para bien, pero permítaseme destacar el nivel de exageración y exitismo del mensaje. Lo mismo vale para el ministro del Interior y Transporte, Florencio Randazzo. Habla de la política ferroviaria como si él hubiera aterrizado en el Gobierno ayer y no hubiese compartido este proyecto político con Ricardo Jaime o Juan Pablo Schiavi. Peor: habla de la gestión como si no hubiera existido la masacre de Once. Otra vez: está muy bien que compren formaciones nuevas, si es que lo hacen en el marco de la ley. También es legítimo que use su trabajo de funcionario nacional como plataforma para su precandidatura presidencial. Lo que no puede pretender es que los periodistas que informamos y analizamos ignoremos que todavía están arrumbados como chatarra los trenes que Jaime compró a empresarios de España y Portugal. O que olvidemos que ya se anunció cinco veces el proyecto del soterramiento de un tramo de la línea del Sarmiento y que la obra está parada. Y acá no vale mandar a decir: "Yo no estuve ahí". Porque el último que anunció su inauguración fue el propio Randazzo.

El ministro, en efecto, sigue la lógica del mensaje patriotero y chauvinista cuando le manda a decir a su gente de prensa que los periodistas que señalamos que no todo está tan bien queremos en el fondo "que los argentinos viajen mal". Es una táctica vieja y, para mi gusto, un poco berreta: envolverse en la bandera para poner a sus críticos en el lugar de los enemigos de la patria.

Lo mismo hizo Carlos Menem cuando denunciamos, junto con otros colegas, la existencia de una pista de aterrizaje a metros de su casa de Anillaco. Y lo hizo también el dictador Leopoldo Fortunato Galtieri cuando unas pocas voces, casi inaudibles, se atrevieron a calificar de locura su decisión de entrar en guerra para recuperar las islas Malvinas. No estoy comparando a Randazzo con Galtieri. Tampoco me atrevería a comparar a Cristina Kirchner con el general desequilibrado y populista que manoteó el peor de los recursos con la intención de perpetuarse en el poder. Pero sí se debe señalar que hay sectores del Gobierno muy proclives a comprar y vender un producto muy de moda al que se podría denominar orgullo argentino. Y también su derivado más facilista: la construcción de supuesto enemigo que quiere impedir que la Patria prevalezca y alcance su inevitable destino.

El más obvio de todos es el neonazi Luis D'Elía, quien hizo una selección digital de periodistas y dirigentes buitres. Pero no fue el único ni el más activo. De hecho, decenas de paredes de la ciudad de Buenos aires todavía siguen pintadas de celeste y blanco, con leyendas firmadas por organizaciones como La Cámpora y Unidos y Organizados. Da un poco de pena leerlas con detenimiento: "Argentina sí. Fondos buitres no. La Patria no se negocia". ¿Cómo harán los principales referentes del Frente para la Victoria para explicarle a la militancia que el juez Thomas Griesa y los fondos buitre ahora son gente respetable con la que hay que sentarse a conversar? ¿Cómo se hace para gritar, con el mismo ímpetu y la misma alegría, un gol a favor y otro en contra? Si uno de los principales argumentos de esta administración es el coraje para construir un proyecto nacional y popular capaz de no seguir los dictados de las corporaciones y los organismos de crédito, ¿cómo se puede seguir repitiendo semejante razonamiento cuando hasta un niño sabe que al Gobierno no le quedó otro remedio que sentarse a negociar después de perder un juicio? Para decirlo de otra manera, ¿qué es lo que debemos celebrar? ¿El habernos plantado ante la justicia norteamericana y los buitres para quedar al borde de la cesación de pagos o el haber empezado a negociar de manera responsable para evitar un desastre aún mayor? Celebrar las dos cosas al mismo tiempo parece, por lo menos, un poco contradictorio.

Después del golpe a la conciencia colectiva que significó Malvinas, quienes discutíamos ideas con pasión acuñamos un término propio de la época: honestidad intelectual. Se podían debatir todas las ideas, pero lo que no se debía hacer es seguir insistiendo con argumentos tramposos cuando los hechos otorgaban la razón a unas de las posturas en pugna. A los que cambiaban los argumentos en el medio de la tenida se los acusaba, con razón, de deshonestidad intelectual. Y esto es lo que está pasando ahora.

Tampoco hay que exagerar. No pretendo que Carta Abierta asuma que la última década fue una gran patraña disfrazada de epopeya nacional. Son tiempos difíciles para desalentar los sueños de grandeza. En Brasil o en donde sea. Basta sólo con volver a ver la mayoría de las publicidades que las grandes marcas están exhibiendo para acompañar al equipo que dirige Alejandro Sabella. "Vamos, carajo", resume el espíritu del momento. Aunque, ¿qué significa "vamos carajo"? ¿Que somos los mejores pero hace 28 años que no ganamos un Mundial porque no tenemos suerte? Y ni hablar del nuevo hit que se canta en todo Brasil y se repite en los programas de radio y televisión: "Brasil, decime qué se siente/tener en casa a tu papá/Te juro que aunque pasen los años/nunca vamos a olvidar/que el Diego te gambeteó, que Cani te vacunó/ que estás llorando desde Italia hasta hoy/A Messi lo vas a ver/la Copa nos va a traer/Maradona es más grande que Pelé".

Sé que se trata de una canción de cancha. Y que es una tontería, en este contexto, reclamar algo de racionalidad. Ojalá traigamos la Copa. Y que sea, por qué no, contra Brasil, en el Macaraná y con tres goles de Messi. Pero los que amamos el fútbol y seguimos la información y las estadísticas, ¿podríamos decir, con honestidad intelectual, que los brasileños son nuestros hijos? Insisto: hay demasiado ruido como para ponerse a pensar, pero nunca está de más hacer el intento. Ni siquiera ahora.

Publicado en La Nación