Ponga una foto grande de Sandra en su despacho. Mire esos ojos. No deje de mirarlos. Para no olvidar nunca cuál es su responsabilidad.

Las palabras de Walter García, viudo de Sandra Almirón, la maestra de tercer grado asesinada en la puerta de su casa de Derqui, partido de Pilar, fueron pronunciadas horas antes de que la Presidenta lo invitara a la Casa de Gobierno. Es una foto donde Sandra está sonriente, con una remera negra y con su cachete pegado al de su esposo, los ojos de la docente parecen desmentir el hecho de que ha sido fusilada el miércoles pasado, y que ya no sonreirá más.

–Mire esos ojos, Presidenta, y dígame si es justo– le dirá, seguro, Walter, cuando se encuentren, y quizá Cristina Fernández se conmueva igual que lo hizo Néstor Kirchner cuando Juan Carlos Blumberg le entregó la foto de su hijo Axel. El entonces presidente la hizo enmarcar y la incluyó, durante un tiempo, entre los retratos que adornaban su despacho.

Los ojos de Sandra Almirón interpelan al poder.

A la primera mandataria, porque nunca asumió el gravísimo problema de la inseguridad como un asunto de Estado que ella misma debería resolver. Prefirió repartir culpas hacia los otros. Los miembros de la Maldita Policía bonaerense. Los canales de noticias que magnifican los hechos y los potencian. Los fiscales y los jueces que no cumplen con su deber.

Ella habló como una analista política en vez de aceptar su propia responsabilidad. Prefirió no involucrarse en un asunto que genera réditos políticos inmediatos, porque es tremendamente difícil de resolver ahora mismo. Dejó que el gobernador Daniel Scioli pusiera la cara, en vez de ponerse al frente da la situación. Hizo lo mismo que su marido. Ahora lo está pagando con el rechazo de una buena parte de la sociedad.

Los ojos de Sandra Almirón también interpelan a Scioli.

Porque sus declaraciones a favor de la mano dura no sirven para detener los asesinatos a sangre fría que se cometen en la provincia de Buenos Aires casi todos los días. Y los operativos antidroga tampoco alcanzan. Los ataques al ex ministro de Seguridad, León Arslanián, tampoco. El problema del gobernador es político. No tiene ni los fondos ni la autonomía suficiente para encarar el complejo problema como se debe. Eligió no confrontar con El Dueño (de la Argentina) y ahora está pagando las consecuencias.

Pero los ojos de Sandra Almirón también escrudriñan a la oposición, porque, igual que el gobierno nacional y provincial, parecen estar mirando otra película. Negocian pequeños o grandes espacios de poder mientras crece la tercera generación de cientos de miles de personas que no conocen el trabajo, no son contenidos por la escuela, matan por droga o por veinte pesos y un celular y no tienen la mínima noción de lo que significan el bien y el mal. La diferencia entre matar una persona o dejarla viva. El Estado no llega hasta ahí. Solo los persigue, con dificultad, cuando disparan por primera vez, y se terminan matando ellos mismos.

Los ojos de Sandra Almirón nos observan a todos.

Porque junto con los de la maestra Renata Toscano, a quien acribillaron en Wilde, y los de Sandra Brickman, la mujer asesinada por unos motochorros en Nueva Pompeya, nos pusieron a los adultos en alerta, y con el peor de todos los miedos: el pánico que uno de nuestros hijos sea la próxima víctima de esta locura que nadie puede parar.

–Nos están matando de a uno, todos los días, y los que tienen que evitarlo miran hacia otro lado. Quieren enfriar la cosa para ver si pueden ganar las próximas elecciones- dijo Rubén Almirón, desde el dolor más profundo, antes de despedir a su hija por última vez.

Tiene la pretensión de que la muerte de Sandra no sea en vano. Pero sospecha que esto no va a cambiar durante los próximos años. Por eso llora desconsolado. Por eso repite a cada momento que Dios se lo tendría que haber llevado a él, que tiene 62 años, y no a Sandra, justo el día en que le había informado a la familia que había decidido prepararse para buscar un hijo.

Algunos analistas son un poco más optimistas. Pronostican que la inseguridad se puede llegar a transformar en el disparador de un reclamo gigantesco, parecido a lo que generó el corralito, y capaz de sacar de su letargo a toda la clase política para empezar a hacer lo mínimo que requiere semejante estado de las cosas.


Publicado en El Cronista

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