Al fiscal Alberto Nisman lo asesinaron, se mató o lo obligaron a quitarse la vida. Es la primera conclusión lógica que se puede sacar a horas de este conmocionante hecho, mientras se aguardan las pericias que confirmen lo que sucedió. Nisman no tenía los rasgos de un suicida. Siempre fue vehemente e intenso, pero gozaba de buena salud y parecía dispuesto a enfrentar, hoy a las tres de la tarde, a los diputados fieles a la Presidenta, la misma a quien acusó e imputó como presunta encubridora de quienes habrían perpetrado el atentado contra la AMIA. Lo esperaban con ansiedad para “despedazarlo”, pero sería una enormidad y una irresponsabilidad afirmar que desde el Poder Ejecutivo alguien hubiera pensado en matarlo. Nisman pudo ser “víctima” de una interna entre servicios. Nisman operaba en el medio de un laberinto donde parecía muy difícil llegar a la verdad. Nisman estaba en la primera “línea de fuego” entre los que sostenían la pista iraní y los que abogaban por la pista Siria como responsables del atentado contra la AMIA. La muerte de Nisman remite a otros fallecimientos sospechosos sucedidos en los años noventa. Impacta en el corazón del poder, porque despliega un enorme manto de sospecha sobre el Estado. Así como entre las principales autoridades de la comunidad judía prevalecía la idea de que el atentado contra la AMIA nunca se iba a terminar de esclarecer, hoy a la madrugada, dirigentes políticos del oficialismo y la oposición con enormes responsabilidades sostenían que el sistema judicial e institucional no está preparado para responder de manera fehaciente la verdad sobre la muerte de Nisman. Apenas llegó al lugar de los hechos, el secretario de Seguridad, Sergio Berni, llamó a un colega para que acudiera al departamento del fiscal y pudieran compartir la información. Le adelantó que habían encontrado un arma, sangre y que era evidente que alguien le había pegado o que él mismo se había pegado un tiro. El funcionario no acudió: temía que lo usaran para convalidar una hipótesis que no estaba en condiciones de corroborar. Este es el nivel de desconfianza con el que se trabaja hoy en la Argentina. Genera los peores sentimientos: miedo, impotencia, vulnerabilidad y tristeza. Es decir: la sensación de que la impunidad, en la Argentina, siempre prevalece sobre la verdad.
Luis Majul