La muerte del fiscal Alberto Nisman puso el país, otra vez, patas para arriba. Hay todavía tanto ruido y tanta angustia alrededor de su desaparición física que parece necesario, una vez más, empezar por el principio, el más básico, el más despojado, para después pensar y tratar de entender lo sucedido.

El pasado domingo, antes de la cena, fue hallado muerto en el baño de su departamento el fiscal que había terminado de imputar y pedir declaración indagatoria nada menos que a la presidenta Cristina Kirchner y el canciller Héctor Timerman, por considerarlos responsables del encubrimiento de sospechosos de atentar contra la AMIA, el ataque terrorista más brutal de toda la historia argentina. Tenía que presentar, al día siguiente, ante la comisión específica de la Cámara de Diputados, la denuncia sobre la que había trabajado los últimos dos años. Y estaba dispuesto a presentar las pruebas en las que se basó. Este solo dato, sin aventurar, todavía, si se trató de un suicidio "voluntario", un asesinato o un "suicidio" inducido, resulta una catástrofe política para el Gobierno.

Si a cualquier trasnochado se le ocurriera pensar que la muerte de Nisman fue pergeñada por algún funcionario o simpatizante del Gobierno, lo lógico sería responderle que está loco. Hubiese sido como pegarle un tiro al Poder Ejecutivo. Pero si a cualquier analista apresurado se le ocurriera suponer que el responsable directo o indirecto de su fallecimiento fueran los directivos del Grupo Clarín, uno también podría calificarlo de delirante. El problema es que la hipótesis delirante la esgrimió, en público, la propia jefa del Estado. Y el otro problema grave es la forma, el tono y el contenido de la comunicación oficial.

¿Qué hacen los jefes de Estado ante un hecho de semejante conmoción social? Se ponen el traje de líderes y tratan de contener la ansiedad, la incertidumbre, la zozobra y la angustia colectivas. Y al mismo tiempo instruyen a sus funcionarios para que encuentren a los responsables del hecho que produjo semejante conmoción social. Tomemos el caso que todavía conmueve a Francia y el resto de los países de Europa, el asesinato de doce integrantes de la revista satírica Charlie Hebdo. El presidente, François Hollande, que no tiene el peso de un estadista ni la envergadura de un líder indiscutido, y cuya imagen negativa superaba por mucho a la positiva, hizo lo que tenía que hacer: condenó el atentado, lideró una masiva marcha contra el terrorismo y la intolerancia racial y en forma simultáneo ordenó a la policía y todas las fuerzas de seguridad que liquidaran a los terroristas. Hollande fue ridiculizado con suma acidez por su condición de presidente latin lover. Un caricaturista de la revista lo había dibujado con el miembro fuera del pantalón y le acentuó a su cara los rasgos de "yo no fui". Sin embargo, Hollande no dudó. No dijo "se lo tenían merecido". Sus acciones fueron claras y provocaron alivio en medio del estupor.

La Presidenta, en cambio, reaccionó de la peor manera. Tardó en aparecer. Cuando lo hizo, no mostró su imagen en público. Incluyó en las primeras líneas de su larga carta un análisis de tipo detectivesco o de novela policial. Continuó con una extensa autorreferencia sobre ella y sus hijos, que terminó con una conclusión difícil de comprender. No incluyó ni una mínima condolencia para los familiares y amigos del fiscal. Puso sus últimos movimientos bajo sospecha. Divulgó datos privados sobre Nisman propios de los servicios de inteligencia (¿cómo pudo enterarse de que el fiscal había dejado a su hija de 15 años sola en el aeropuerto de Bajaras?) y elaboró una compleja teoría del complot. Una teoría que, según ella, se habría iniciado con una tapa de Clarín dando cuenta de la enorme convocatoria de la marcha de repudio contra el atentado a la redacción de Charlie Hebdo y habría terminado con la vuelta intempestiva de Nisman a la Argentina.

Pero eso no fue todo. Porque en el mismo texto empezó a hablar de los servicios de inteligencia argentinos como si fuera una periodista extranjera y no la jefa del Estado del país donde operan. Los que intentamos interpretar los cambios en la Secretaría de Informaciones (SI) no dudamos en afirmar que existe una peligrosa interna. También sabemos de memoria que Jaime Stiusso, que trabajaba codo a codo junto a Nisman, estaba convencido de la responsabilidad de los ex funcionarios y funcionarios del gobierno de Irán en el atentado contra la AMIA, y que había sido desplazado por la Presidenta, harta de soportar operaciones "sucias" en su contra. Una cosa es el secretario general de la Presidencia, Aníbal Fernández, presentando a Nisman como un títere de Stiusso después de la muerte del fiscal, con la intención manifiesta de embarrar la cancha. Pero ¿una jefa de Estado, a horas de la muerte del fiscal, bajando hasta los sótanos de los agentes secretos para sostener una hipótesis demasiado enrevesada para los que no están en el tema?

Por otra parte, ¿acaso no usaron su gobierno y el ex presidente Néstor Kirchner al mismo Stiusso para impulsar operaciones sucias contra dirigentes de la oposición, periodistas, sindicalistas y empresarios, desde 2003 hasta ahora? Parte de la carta de la Presidenta y parte de las declaraciones del presidente de la Cámara de Diputados, Julián Domínguez, admitiendo que este gobierno "todavía no pudo democratizar" a los servicios de inteligencia, generan más zozobra e indignación. El texto de la primera mandataria remite a su primera aparición pública tras la tragedia de Once. El mismo tono autorreferencial. Ni una mínima autocrítica. La intención de poner la responsabilidad en el otro. Con ese discurso, en la ciudad de Rosario la imagen de Cristina empezó a caer fuerte, después de su histórico triunfo en octubre de 2011. Una encuesta de Management & Fit sobre la muerte del fiscal Nisman arroja cifras preocupantes. La abrumadora mayoría de los argentinos cree que el fiscal no se suicidó, como sostiene el relato "oficial". La misma abrumadora mayoría supone que el Gobierno es responsable de su fallecimiento o que tuvo algo que ver. Y la imagen de la Presidenta se vio muy seriamente afectada después de la controvertida carta que subió a Facebook. La encuesta no habla de "la grieta". Pero es evidente que, alrededor del caso Nisman, las diferencias entre quienes hablan de suicidio o de crimen político son, otra vez, abismales. Y eso también es responsabilidad del Gobierno.

Publicado en La Nación

 

 

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